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La Nueva Domus de
Livia
—Me gustas —logró articular con un pequeño jadeo—. Mucho.
Y pensó que no había hecho el gilipollas de forma tan patética desde que, con trece años, había tenido el arranque de declararse a Vicky Girard al día siguiente de conocerla, en la piscina del hotel donde estaban pasando las vacaciones ese año. Claro que después había conocido a su hermano, un par de años mayor… y su virginal culito había dejado de serlo.
—Demuéstralo… —le retó el pintor, sus labios entreabiertos, aguardando.
El cabello de Maximilien estaba agradablemente caliente por el sol que había estado pegando directamente sobre él desde primera hora de la mañana a través de las ventanas. Se deslizó suavemente entre los dedos de Aaron, enredando y desenredando los dóciles rizos a su paso. El cálido aliento del pintor olía todavía a café, y cuando Aaron lamió sus labios, le supieron tan dulces como ese caramelo que brillaba en sus ojos. Fue un beso con sabor a ángel; a mañana perezosa envuelta entre sábanas tibias; a cielo con nubes de algodón y sol de azúcar.
— ¡Dioses! Quería hacer esto desde el primer día que te vi —confesó Maximilien, acunando el rostro de Aaron entre sus manos—. Tú también me gustas. Como nadie desde hacía mucho tiempo.
Aaron sonrió, extasiado. Las manos de Maximilien desprendían un intenso olor a óleo y trementina, que para él en ese momento era el aroma más embriagador del mundo. Sentía el cuerpo tan ligero como si le hubieran echado un hechizo Wingardium Leviosa.
—Debo terminar el retrato —susurró el pintor depositando un pequeño beso en los otros labios—. Tengo que entregarlo esta tarde.
Un poco a disgusto, Aaron dejó que Maximilien se alejara lo suficiente para situarse otra vez frente al lienzo y acabar con el retrato de la poco agraciada bruja.
Ya cerca del mediodía, y sin mucho más que hacer que contemplar al joven pintor y distraerle a besos de vez en cuando, descendió los cuatro pisos que separaban la buhardilla de la calle y volvió a subirlos con una pizza gigante y dos cervezas, diciéndose que tendría que empezar cuanto antes a educar el paladar de Max. Max, así es como le gustaba que le llamaran. Y cambiar sus hábitos alimenticios. No era sano que viviera sólo de pizzas y hamburguesas con patatas fritas.
A primera hora de la tarde le acompañó a entregar el encargo de la amiga de su madre. Y después le dejó frente l’Ecole Nationale Supérieure des Beaux-Arts, en el 14 de la Rue Bonaparte, porque Max tenía que presentar un trabajo que no podía retrasar más, a riesgo de que no se lo aceptaran por estar fuera de plazo. Estaban a finales de junio y el curso acabaría en pocos días. Max no podía permitirse demoras que pudieran bajar su nota. Prometieron verse al día siguiente.
En las tardes que se sucedieron, Aaron no adelantó mucho con la receta de la Sopa de Trufa con Pan de Pistachos y Aire de Mandarina. Pero prácticamente ya lo sabía todo sobre Max. Procedía de una de las familias mágicas más antiguas y renombradas de Francia, los Arnozan; y seguramente, de hallarse en tiempos de sus padres y abuelos, la habrían clasificado también de sangre pura. El padre de Max, Clément Arnozan era un reputado sanador, y su madre Aglaé de Arnozan, tenía un alto cargo en el Concilio de la Ley Mágica, en el Ministerio de Magia francés. Su hermano mayor, Clément Jr. era sanador como su padre; su hermano menor, Edmond, estaba estudiando la carrera de leyes como su madre. Carrera que, en principio, estaba destinada a Max. Pero a éste jamás le habían gustado demasiado los libros y había sido un estudiante promedio que no había destacado en ninguna asignatura en especial. Eso sí, había decorado libros propios y ajenos con las mejores caricaturas del profesor de cada materia. Y en siete años, había llenado 200 cuadernos de dibujo, cuyas hojas, puestas una detrás de otra, habrían alcanzado una longitud de centímetros mucho mayor que los pergaminos de todos sus trabajos escolares juntos.
Sin más remedio que aceptar que las leyes nunca serían el futuro profesional de su hijo, los Arnozan trataron de hacerle comulgar con la carrera de pocionista que, después de todo, alguna relación con la medimagia tenía. Y ante el nuevo rechazo, intentaron convencerle de que la banca era también una salida muy digna. Al contrario que en el mundo mágico inglés, las finanzas en el francés eran manejadas por magos y no por duendes. Todo Arnozan que se precie debe tener una carrera respetable, le había dicho a Max su padre, desesperado por el rumbo bohemio que estaba tomando la vida de su hijo mediano. Y un matrimonio honorable también, había añadido, ya con la mosca detrás de la oreja.
Max había escuchado con paciencia todos los discursos e intentos disuasorios de sus padres por sofocar su vena artística. Y, finalmente, con ese aire tranquilo y apacible que le caracterizaba, les había dicho que se había inscrito en l’Ecole Nationale Supérieure des Beaux-Arts de París. Por supuesto, hubo una hecatombe familiar. Y su padre le retó a sobrevivir a los siguientes cinco años que duraba la carrera muggle, sin su apoyo financiero. Max aceptó el reto.
El joven había invertido la mayor parte de sus ahorros en pagar sus estudios y el material que necesitaba. Y había sobrevivido los últimos cuatro años gracias a los préstamos que de vez en cuando le hacía llegar su hermano mayor a espaldas de sus padres, de lo que sacaba a los turistas en la Place du Tertre, los retratos para las amistades de su madre y algún que otro trabajo esporádico. Aaron comprendió entonces porque su dieta se limitaba a pizzas, hamburguesas y bocadillos. Y que el aire bohemio de su ropa no era más que la falta de poder disponer de un vestuario mucho más amplio y actual.
El lunes siguiente, Aaron le recogió después de su última clase y llevó a Max a su residencia, dispuesto a cumplir la promesa de cocinar para él. Al pintor le sorprendió que la cocina de una casa particular, aunque a menor escala, tuviera prácticamente el mismo equipamiento que la de un restaurante. Sin embargo, la gran mesa y sillas de estilo provenzal, junto al ventanal que daba al jardín, desdecía la frialdad de una cocina profesional. Y era especialmente la decoración de las paredes la que le daban el toque hogareño. Entre los muebles, y principalmente en la pared que quedaba detrás de la cabecera de la mesa, donde no había ni siquiera estanterías, había colgados montones de dibujos, fotografías no mágicas, y algunos textos.
— ¿Es tu padre?
Max señalaba una fotografía que mostraba a dos jóvenes sentados en el césped del Champ de Mars, con la Torre Eiffel al fondo. Uno era moreno, llevaba gafas y esbozaba una pequeña sonrisa. Rodeaba con su brazo los hombros de otro joven, que era rubio, y parecía apretarle contra él como si temiera que fuera a escapársele. Por un momento, el rostro del moreno le pareció a Max vagamente familiar. Tal vez porque tenía un extraordinario parecido con Aaron.
—Mis padres —rectificó Aaron—. Creo que se la hicieron cuando vinieron a París por primera vez. Mi padre Harry ni siquiera hablaba francés entonces, no te digo más…
Max le miró con curiosidad.
— ¿Eres “un niño poción”?
Esta vez fue Aaron quién le miró desconcertado.
— ¿Niño poción?
—Así es como los llama mi padre —Max hizo una pequeña mueca, como pidiendo disculpas por el título que su progenitor otorgaba a los nacidos de un embarazo masculino—. Los embarazos masculinos no han sido muy habituales en Francia hasta hace pocos años. Menos en el círculo en el que se mueve mi familia.
Aaron se acercó al pintor con expresión seria. Puso sus manos sobre los hombros del otro joven y le miró directamente a los ojos.
—Creo que hay algo más que debes saber sobre mí, Max —dijo en un tono cargado de gravedad, haciendo que en el rostro del pintor asomara un tinte de inquietud—. Uno de mis padres es Harry Potter. Así que yo también me disculpo por si llegaste a suspender algún examen de Historia por no saberte sus hazañas. Sé que también está en los libros de historia de Beauxbatons.
Después soltó una divertida carcajada, viendo la cara de pasmo que se le había quedado a Max.
—Tranquilo, hombre. Yo también suspendí Historia. Y no dice mucho a mi favor que una de las veces fuera por no recordar la fecha en la que mi glorioso padre se cargó al cara serpiente. Estuve sin paga durante un mes.
— ¿Tu padre te castigó sólo por no recordar esa fecha? —preguntó Max con incredulidad.
—No, fue mi otro padre, Draco. Me dijo que era una falta de respeto hacia mi padre Harry y a la historia de la familia, y me soltó un rollo de muy padre y señor mío sobre dar ejemplo y cosas así —Aaron sonrió—. Menos mal que mi hermana Mandy se apiadó de mí y compartió su paga conmigo. Si no me hubiera quedado sin chucherías de Honydukes durante cuatro jodidas semanas. ¡Imagínate!
—Una verdadera tragedia —sonrió también Max, imaginando que Honydukes debía ser una tienda.
Y siguió repasando con curiosidad la pared, digiriendo aún la identidad de uno de los padres de Aaron, mientras éste empezaba con los preparativos de la cena. Max pensó que si su madre llegaba a enterarse de que tenía algún tipo de relación, ni que fuera de amistad, con un hijo de Harry Potter, seguramente le daría un ataque. Observó divertido los dibujos infantiles, buscando alguno de Aaron. En uno, por ejemplo, había pintado un monigote con un gran redondel como cabeza y dos ojos gigantescos, que después comprendió que debían ser unas gafas. A su lado, otro monigote, con los ojos más pequeñitos y un montón de color amarillo alrededor de su cabeza. Al pie de la hoja, un adulto había escrito: Nadia, noviembre 2011. El título del dibujo, también escrito por un adulto, era Papá Harry no tiene pelo. Y justo al lado, había otro, que representaba una escoba y dos monigotes montados sobre ella. Uno era mayor que el otro, y esta vez el pelo del mayor era unos firmes trazos negros alrededor de todo el círculo. El monigote más pequeño tenía una larga melena rubia. Nadia, mayo 2012, Volando con papá Harry. El título de otro rezaba Mi cumpleaños, Mandy, Octubre 2018 y había pintados un montón de regalos, todos con lazos rojos y un monigote con el pelo rubio, que llevaba en la mano un pastel con cinco velas de diferentes colores. Debajo del monigote, había escrito con letra desigual papá Draco. Justo al lado de ese dibujo había una nota, en papel de libreta, con dos manchas oscuras que parecían haber sido hechas por dedos pequeños, escrita con caligrafía infantil. La tarjeta pegada encima decía: Por los pelos. Mandy, enero 2019. Max leyó el texto de la nota, que era tan corta como contundente: Jacques Trufeau, mi padre tiene varita, devuélveme los rotuladores. Amanda Potter-Malfoy. Lo que Max no pudo adivinar es que, afortunadamente, la nota había sido interceptada antes de llegar a su destinatario, un niño muggle que vivía cerca de los Potter-Malfoy, y que había estado jugando con Mandy y Aaron la tarde anterior. Colgados de pequeños clavos había collares de macarrones, pulseras de palomitas pintadas de colores y hasta un deforme cenicero de barro pegado a la pared, en cuyo centro podía leerse con letras marcadas en el mismo barro, Feliz Día del Padre – Aaron. No había fecha. Con una sonrisa, Max desvió su atención al pequeño caldero, ennegrecido y con el culo lleno de agujeros, colgado en el centro de la pared. A su lado, la consiguiente tarjeta ponía: Primer caldero de Aaron, 2019.
—Me lo regaló el abuelo Severus en mi sexto cumpleaños —Max estaba tan distraído en su contemplación que dio un respingo cuando Aaron le rodeó con sus brazos—. Le di bastante trajín…
— ¿Qué hacía un niño de seis años con un caldero? —preguntó el pintor, acomodando su espalda contra el pecho del cocinero.
Los ojos de Max viajaron de nuevo a la foto de los dos jóvenes con la Torre Eiffel al fondo. Y en ese momento deseó con todas sus fuerzas que los brazos de Aaron le envolvieran siempre con la misma intensidad que se veía en el gesto del moreno con su compañero rubio.
—Poner histéricos a mis padres y obligarles a instalar un sistema contra incendios —respondía mientras tanto Aaron—. Pero el abuelo Severus me dijo que prometía mucho —Aaron sonrió—. Yo no lo recuerdo, evidentemente, pero parece ser que la siguiente vez que los abuelos estuvieron en casa, mi padre Harry le explicó al abuelo Severus por dónde podía meterse el caldero y el juego de pociones que me había regalado.
— ¿Y qué dijo tu abuelo? —preguntó Max.
—Creo que se rio mucho.