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Snape's Pociones & Brevajes

by Livia

Capítulo VI

Severus había llegado a casa justo a tiempo para despedirse de Draco, que regresaba a Frankfurt después de comer para poder llegar descansado a sus clases el lunes por la mañana. Blaise se había marchado con él para acompañarle a la zona mágica de Heathrow, donde su novio tomaría el traslador que le dejaría en el aeropuerto internacional de Frankfurt, y desde allí se aparecería en el apartamento que compartía con otros dos estudiantes. Después, Blaise regresaría a su propia residencia en Londres. A pesar de las miradas interrogantes de ambos jóvenes, Severus no les había dado ninguna explicación, ni de por qué se había marchado o de adónde había ido. El pocionista estaba demasiado furioso, demasiado indignado como para compartir siquiera una mínima parte de la rabia que en aquellos momentos sentía.

 

Encontró a Harry en la cocina, fregando sin demasiado entusiasmo platos y cacharros que habían utilizado para la comida de domingo en la que Severus no había estado presente. Esperaba que Blaise hubiera salvado la situación entre Harry y Draco, porque este último había estado comportándose de forma bastante infantil durante todo el fin de semana.

 

—Le he guardado estofado —dijo el joven señalando con una mano enjabonada la cazuela que todavía seguía sobre el fogón.

 

Con la varita en la mano y una buena dosis de mala leche, Severus hizo los movimientos necesarios para que lo que quedaba en el fregadero quedara limpio y seco en apenas unos minutos. Después abandonó la cocina con la misma brusquedad con la que había ejecutado los hechizos, dejando a Harry con las manos mojadas y el estómago encogido.

 

Severus se deshizo de la pesada túnica arrojándola sobre uno de los sillones del salón-comedor y, arremangándose las mangas de la camisa, bajó al sótano para empezar a trabajar. Necesitaba concentrar su mente en otra cosa que no fuera en las mil y una maldiciones que no había podido lanzarle a Dumbledore. O en las mil y una maneras de evitar volver a subir al primer piso y besar a Harry hasta dejarle sin sentido. Aunque sabía que esto último no lo haría ni borracho de ambrosía. Apartó inmediatamente ese pensamiento, enojado consigo mismo, y se aplicó en encender el fuego bajo el primero de los calderos. Era un hombre de treinta y nueve años, razonó, cuarentón en apenas tres meses. Y no especialmente atractivo, además. Tenía un carácter difícil, por definirlo de una forma suave, que no le convertía en una persona especialmente atrayente o agradable. Podía darse por satisfecho de haber logrado salir con bien de la maldita guerra y de haber conseguido todo lo que ahora tenía. Un hombre como él no podía esperar obtener mucho más, era muy consciente de ello. Severus negó para sí mismo con la cabeza, la rabia convertida ya en un rescoldo que diestramente obligaba a enfriar con esa habilidad desarrollada a lo largo de los años. El pocionista procedió a encender el segundo caldero.

 

En ese momento, la puerta del sótano se abrió y cerró con igual suavidad. Los pasos de Harry se dirigieron silenciosamente hacia el armario donde se guardaban los ingredientes.

 

—¿Qué preparo hoy, señor? —preguntó.

 

—Esta tarde voy a trabajar en las pociones para el dolor que estoy desarrollando —dijo Severus—. No le necesito.

 

Harry se quedó mirando, casi sin parpadear, la espalda del pocionista, quien había empezado a llenar los dos calderos de agua a golpe de varita. Sintiéndose penosamente ignorado, Harry apretó la mandíbula, reprimiéndose las ganas de gritar que al menos le mirara. No había entendido muy bien qué había pasado unos minutos antes en la cocina, y ahora tenía una extraña desazón en el cuerpo que le obligaba a buscar la rutina establecida entre ellos durante las últimas semanas. La que le proporcionaba una confortable estabilidad y le hacía sentirse a salvo. No quería perder aquellas sensaciones a las que ya no estaba acostumbrado. Si es que lo había estado alguna vez. Pero tampoco iba a mendigar por ellas. Sobreviviría, como lo había hecho siempre.

 

—¿Quiere que me vaya? —preguntó resentido.

 

Su voz sonó más afectada de lo que pretendía. Tal vez por eso Snape volvió ligeramente la cabeza para mirarle, apartando su atención de lo que estaba haciendo.

 

—Haga lo que quiera, pero no me distraiga —dijo el pocionista, en un tono descaradamente impaciente.

 

Con un molesto nudo en la garganta, Harry se preguntó dónde estaba el hombre que le había abrazado la noche anterior. El que había trazado relajantes círculos sobre su espalda y después, seguramente creyendo que ya estaba dormido, había acariciado su pelo de una forma vacilante y tímida, como si temiera poner demasiado de sí mismo en aquel pequeño mimo. Sintiéndose de repente demasiado vulnerable e inseguro, Harry tomó aire antes de decir:

 

—Entonces recogeré mis cosas.

 

Esta vez Severus se volvió completamente hacia el joven, quien le dirigía una mirada incomprensiblemente herida.

 

—¿Y por qué haría semejante tontería? —preguntó el pocionista.

 

Harry se encogió de hombros. ¿Qué podía decir? ¿Qué ayer por la noche por primera vez en mucho tiempo no se había sentido solo? ¿Qué quería muchos más abrazos como el que había recibido? ¿Qué esa mano indecisa se sentía genial peinando las hebras de su pelo? Gilipolleces de las que seguramente Snape se reiría. Además, ¿qué debía pensar realmente de él después de haberle visto en San Mungo? Que daba pena. Eso era.

 

—No necesito su lástima.

 

Severus se cruzó de brazos y miró intensamente a Harry, tratando de adivinar qué estaba pasando.

 

—Estoy seguro de que no —dijo—. Aunque me gustaría saber por qué piensa que tiene que irse de esta casa cuando lo único que he dicho es que necesito trabajar tranquilo en este sótano.

 

—No sabía que mi presencia le molestara tanto.

 

Severus masajeó el puente de su considerable nariz con cansancio. Estaba haciendo un gran esfuerzo para no entrar en ese juego de victimismo que había empezado Harry, y acabar explotando y haciéndole pagar al joven el mal cuerpo que le había dejado su entrevista con Dumbledore.

 

—¿Por qué no sube arriba y prepara un poco de té? A ver si así nos tranquilizamos los dos.

 

Harry dudó unos instantes. Por un momento, pareció que iba a decir algo y Severus rezó para que se tragara lo que fuera que iba a soltar. Por el bien de ambos. No tuvo esa suerte.

 

—¿Y por qué no saca la varita y lo hace usted? Al fin y al cabo, hace un rato parece que le molestó bastante verme arreglar la cocina sin magia.

 

Severus apretó labios y puños. Harry no había elegido un buen día para hacer aparecer de nuevo su descaro de antaño.

 

—Suba, Potter —siseó—. Coja la tetera, llénela de agua y póngala al fuego. Cuando pite, retírela, coja la lata del té y añada tres buenas cucharadas. Colmadas. Supongo que ya sabe que me gusta fuerte. Cuando esté listo, siéntese en el sofá y espéreme. ¿He sido lo suficientemente claro?

 

Tal vez oír que su apellido era escupido de nuevo en aquel tono bajo y suave que no presagiaba nada bueno, hizo que finalmente Harry se diera media vuelta y saliera del sótano sin decir nada más. No sin antes haber desafiado a Snape con la mirada durante unos instantes.

 

A Severus le hubiera gustado reposar todo lo que había averiguado aquella mañana y después hablar con Harry. Quizás al día siguiente o a la semana siguiente. Después de haber meditado detenidamente la forma de sonsacarle lo que se callaba. Porque podían haber retenido su magia, pero no su maldita testarudez. Ahora no le quedaría más remedio que enfrentar el asunto a la brava. Cuando, desafortunadamente, parecía que se había ido al traste aquel insólito entendimiento entre ellos. Apagó los dos fuegos que había encendido y vació los calderos de agua. Por lo visto no habría pruebas ni investigación esa tarde. Después revisó los pedidos pendientes de San Mungo que había sobre la mesa, para dar tiempo a Harry a cumplir con lo que le había pedido.

 

Cuando un rato después entró en el salón-comedor el té estaba preparado en una bandeja, sobre la mesita frente al sofá. Y Harry, sentado en ese sofá, tenía los brazos cruzados sobre su pecho y una expresión meditabunda en el rostro. Cuando adivinó su presencia, el joven alzó los ojos y su mirada siguió cada movimiento de Severus hasta que éste se sentó a su lado y empezó a servirse una taza de té. Después, Harry volvió a concentrarse en la contemplación de la bandeja frente a él. Antes de iniciar cualquier conversación, Severus le observó detenidamente durante unos instantes, mientras daba un primer sorbo a su té. Daba la sensación de que el joven se había calmado un poco, porque ya no tenía el aire beligerante de un rato antes.

 

—Esta mañana he estado en Hogwarts —empezó a hablar, notando la pequeña reacción de Harry, un leve apretar de mandíbula—. Y he mantenido una breve conversación con su Director.

 

En ese punto los labios de Harry se torcieron en una apretada mueca, arrugando un poco la nariz, como si acabara de oler algo extremadamente desagradable.

 

—¿Y no le  ha hecho ningún regalo? —ironizó—. La última vez que yo estuve allí, salí con una preciosa pulsera.

 

Aunque Harry no le miraba, Severus negó con la cabeza hacia él, sus mandíbulas todavía más apretadas que las del propio joven.  Aún no podía creer que el anciano Director hubiera podido actuar de forma tan monstruosa.

 

—No tomó té, ¿verdad? —Harry asintió a su propia pregunta— Bien hecho. El té de Dumbledore a veces puede tener un extraño efecto —aseguró—. A mí se me subió a la cabeza y ya ve, no pude rechazar tan… —levantó el brazo derecho y miró con desagrado la muñequera negra— …tan fantástico obsequio.

 

—¿Le drogó? —preguntó Severus, alzando una ceja con incredulidad.

 

Harry esta vez volvió el rostro hacia el pocionista, irguiéndose con un destello de furia en sus ojos.

 

—¿Cree que soy tan estúpido como para dejarme poner algo así, sin más?

 

Bastardo, pensó Severus, aunque no lo dijo en voz alta. Permanecieron en silencio durante unos minutos. Harry había vuelto a hundirse en el sofá y su mirada estaba otra vez fija en un punto frente a él.

 

—¿Quién más lo sabe? —preguntó Severus tras el prolongado mutismo por parte de ambos.

 

Harry se encogió de hombros.

 

—Los que estaban en el despacho de Dumbledore ese día —dijo—. Rufus Scrimgeour,  Gawain Robards y Percy Weasley.

 

El Ministro, el Jefe de Aurores y el lame culos, pensó Severus.

 

—Y ahora usted.

 

Y, seguramente, el personal de urgencias de San Mungo. Aunque Severus tampoco lo mencionó en voz alta.

 

—¿Qué me dice de la sanadora Rowell? —preguntó, sin embargo.

 

—¿Casualmente, también habló con ella? —preguntó a su vez Harry, poniéndose rápidamente a la defensiva.

 

Severus sabía que la sanadora había transgredido la confidencialidad entre médico y paciente al hacerle aquellas revelaciones sobre Harry, así que le debía ser cauteloso. Pero tenía la excusa perfecta.

 

—Hago algunas pociones especiales para la sanadora Rowell —mintió—. Sólo comentó estar preocupada por usted. Por su propensión a los accidentes domésticos, según sus propias palabras.

 

Harry titubeó unos segundos.

 

—Soy algo torpe —afirmó.

 

Severus se mordió la lengua para no preguntar ¿tanto como para abrirse la cabeza o romperse las costillas? En su lugar, el pocionista le dirigió una furibunda mirada, dejándole claro que no creía una sola palabra. Se levantó bruscamente del sofá. La figura de Severus se irguió en toda su altura frente a Harry, proyectando una sobra oblicua sobre él.

 

—No puedo obligarle a confiar en mí —dijo—. O a aceptar mi ayuda si no la desea. Tampoco puedo retenerle si quiere marcharse. Sólo le ruego que me conceda el tiempo suficiente para buscarle un sustituto.

 

Harry abrió mucho los ojos y despegó la espalda del respaldo del sofá. De repente parecía asustado. Sin darle opción a nada, Severus le dio la espalda y encaminó sus pasos hacia la puerta para abandonar el salón-comedor.

 

Severus había empezado a encender de nuevo el fuego bajo el primer caldero cuando la puerta del sótano volvió a abrirse. Abruptamente esta vez. Severus sonrió. Harry debía haber bajado las escaleras corriendo porque podía oír la respiración ligeramente jadeante del joven tras él.

 

—No voy a irme —el tono fue nervioso, a pesar de que trató de imprimirle cierta indiferencia—. No tiene que buscar a nadie.

 

El pocionista encendió el fuego bajo el siguiente caldero, sin inmutarse.

 

—Si usted quiere que me quede —la voz de Harry flaqueó un poco.

 

Severus se dio un momento más antes de volverse hacia él. Calmada y estudiadamente. Su rostro recompuesto en una máscara impasible.

 

—No quiero irme, Severus…

 

El pocionista trató de mantener la severidad de su rostro, a pesar de que la última frase había sonado casi a súplica. Harry dio un paso adelante y miró a Severus tratando de no mostrarse tan angustiado como se sentía en ese momento.

 

—Me siento seguro aquí —murmuró.

 

Severus no estaba preparado para oír esa declaración. Harry deshizo la escasa distancia que quedaba entre ellos. Descruzó tímidamente  los brazos de Severus de su pecho y los colocó alrededor de su cuerpo, encerrándolo entre ellos.

 

—Me siento seguro aquí.

 

Y mucho menos, Severus estaba preparado para que Harry se aferrara a él, como si realmente se sintiera tan cómodo como dio a entender el suave suspiro que escapó de sus labios, cuando apoyó la cabeza sobre su pecho.

 

 

o.o.o.O.o.o.o

 

 

El mundo de Severus Snape estaba del revés desde el domingo. Había tenido que apagar los dos calderos por segunda vez y mandar al cuerno cualquier intención de adelantar algo en su investigación. Harry había acaparado por completo su atención por el resto de la tarde. No estaba muy seguro de si el ex Gryffindor era consciente del cúmulo de emociones que era capaz de provocar en él con un simple abrazo.

 

Después de horas de paciente conversación, Harry había acabado admitiendo que tal vez sí había tenido algún problema durante el último año, aunque se había negado a explicar de qué naturaleza. Le había rogado a Severus que no le presionara. Y éste le había prometido que no lo haría. Porque, íntimamente, contaba con acabar derribando la resistencia del joven más temprano que tarde. Después de todo, no le había costado demasiado arrancarle la promesa de que, si surgía otro problema, acudiría a él inmediatamente. No por nada tenía una vasta experiencia sobre problemas a sus espaldas.

 

La rutina diaria seguía siendo la misma, pero era evidente que algo había cambiado. Tal vez que la sonrisa de Harry ahora iluminaba cada momento del día. Y que el corazón de Severus la seguía como la polilla a la luz. La carga de trabajo no había disminuido, pero el pocionista la sentía más ligera y desahogada que antes. Lo más increíble, profesionalmente hablando, era que había empezado a dejar en manos de Harry algunas fases de los procesos de elaboración. Y que el joven lo hubiera asumido como si moverse entre calderos hubiera sido el sueño de su vida. No es que Severus se hubiera puesto una venda en los ojos, dejándose cegar por lo que su corazón sentía. No. Harry no tenía talento natural para las pociones ni nunca lo tendría. Pero adecuadamente guiado, podía convertirse en un buen ayudante, capaz de seguir correctamente las instrucciones que se le daban. Y eso era todo lo que Severus necesitaba.

 

Bueno, en realidad también necesitaba otras cosas. Pero, de momento, Harry no había dado muestra alguna de que tuviera intención de dárselas. Confesar que estaba allí porque se sentía seguro, que Severus le daba el amparo que necesitaba, parecía haberle sacado un peso de encima al joven. Y cuanto antes Severus se resignara a aceptar que eso era todo lo que Harry deseaba de él, antes podría dejar de mortificarse cada vez que le tenía tan irresistiblemente cerca.

 

 

o.o.o.O.o.o.o

 

 

Minerva McGonagall había dejado el agradable calor de su despacho para acompañar en aquel helado día de finales de noviembre a los estudiantes de los cursos superiores a Hogsmeade. No era algo habitual en ella. Como subdirectora de Hogwarts, siempre delegaba esta tarea en otros profesores o incluso en los Prefectos de cada Casa. Sin embargo, aquella inesperada lechuza la había intrigado sobremanera.

 

Entró en Las Tres Escobas agradeciendo el reconfortante calorcito que la recibió. A su edad ya no estaba para que la nieve se le hundiera hasta el tobillo. Buscó con la mirada e inmediatamente se apercibió de la amable seña que Madame Rosmerta le hacía desde detrás de la barra, la cual abandonó tan punto la vio.

 

 

 

LA DOMUS DE LIVIA
©Mayo 2015 by Livia

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