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La Nueva Domus de
Livia
Draco suspiró.
—Harry…
—Es más, espero que tú también soluciones el mío.
—…no es ninguna broma que tengo que irme a las seis.
Harry volvió un poco el rostro hacia él, y miró a Draco por encima de sus gafas.
—¿Acaso tengo yo pinta de estar bromeando?
Harry pudo notar claramente como el cuerpo en el que apoyaba su espalda se tensaba.
—Encontrarás otro trabajo, Draco. Y mientras tanto, no tienes de qué preocuparte, porque Sortilegios Weasley va muy bien. Increíblemente bien, diría yo.
—Perdona, pero a un Malfoy no le mantiene nadie —se ofendió Draco.
¿Discutir con él sería una buena forma de quitarle otras ideas de la cabeza? Porque Harry era testarudo. Y cabezón cuando se entestaba en algo. Draco tenía la impresión de que pretendía mantenerle atrapado en esa silla, retándole a levantarse por la fuerza, ni que fuera para ir al baño. Draco era consciente de que tenía que estar en su celda de Azkaban a las ocho de la noche. Que Weasley tenía que aparecerle primero en el Ministerio y de allí en aquel lóbrego embarcadero para tomar la barca que le llevaría de nuevo a la prisión mágica. Una rápida mirada a su alrededor le dijo que no era el único que se estaba poniendo nervioso. Una velada tensión empezaba a palparse en el ambiente.
—Son imaginaciones mías o de pronto la jarana se ha convertido en cuchicheos —dijo Harry, repantigándose más cómodamente sobre su compañero.
—Imaginaciones tuyas.
Harry suspiró con una especie de resignación; como quien ya conoce la respuesta a su pregunta, pero desearía que fuera otra.
—Anda, sigue haciéndome eso en el pelo —pidió mimoso.
Cerró los ojos y se concentró en las caricias de Draco, dispuesto a dejar que el sol saliera por Antequera.
—Harry, alguien pide paso en tu chimenea.
Harry volvió a abrir los ojos y enfocó el rostro sonriente que tenía delante. George de nuevo.
—Estoy ocupado —gruñó, ya un poco harto de tanta interrupción.
—Es que llevan rato intentándolo —insistió el pelirrojo—. Puede ser importante…
De mala gana, Harry se levantó, no sin antes dirigir una mirada desafiante a Draco: como te muevas de aquí, atente a las consecuencias.
—Lo siento, Malfoy —dijo Ron en cuanto su amigo desapareció por la puerta que accedía del jardín a la cocina—. Son las seis menos veinte y no creo que tengamos otra oportunidad de desaparecer sin que Harry la arme.
Draco asintió, comprendiendo que sería mucho peor irse dejando a un encolerizado Harry tratando de impedírselo. Prefería evitar la confrontación y que fueran sus amigos quienes se las apañaran con la inevitable bronca que seguiría a su marcha. Bastante tendría él con comerse la cabeza durante los próximos doce meses. Contempló los rostros consternados a su alrededor. Realmente tan diferentes de la primera vez, cuando todos le habían hecho sentir como un despreciable intruso. De todas formas, seguía odiándoles. Casi más ahora por sus miradas de contrición, que por las de aborrecimiento que había recibido siempre. ¡Hipócritas! Como si no supiera que él les importaba una mierda. Que todo era por Harry. Sólo por Harry. Aunque si Draco había aceptado estar allí, también era sólo por él. Habría sido más fácil no verle, no sufrir en la forma que lo hacía al tenerle a su lado sólo unas horas y esperar después una verdadera eternidad para volver a tener la oportunidad de sentir sus labios. No era justo que le permitieran saborear la miel durante un día y le obligaran a comer hiel el resto del año. Como no lo era estar pagando tan sólo por hacer lo necesario para salvar a su familia; únicamente por pretender seguir con vida, él y los suyos. ¿Acaso había tenido otra opción? ¿No hubieran hecho lo mismo cada uno de esos embusteros, cargados de reverenciadas razones? Sólo cuatro años más, se dijo. Cuatro años más y Harry no recordaría ni sus nombres. Y no necesitaría recurrir a ningún hechizo para ello.
—Bien, supongo que hasta el año que viene —dijo, incómodo.
—¡Espera! Llévate esto, cariño.
Molly Weasely le tendía a Draco un paquete envuelto en papel de embalar, atado con un cordel, que acababa de sacar de debajo de la mesa.
—Mamá, Malfoy no puede llevarse nada —dijo Ron, impaciente.
Si no lograban irse antes de que Harry volviera, iban a tener serios problemas.
—¡Tonterías! —la matriarca le colocó a Draco el paquete en las manos, quieras que no— Sólo son galletas, frutos secos y una bandeja de bollos que he hecho esta mañana. Recuerda que los bollos es lo primero que tienes que comer, porque se secarán antes.
Aturdido, Draco contempló el pintoresco paquete. ¿La madre de todas las comadrejas había hecho bollos para él?
—¡Merlín bendito, mamá! —casi gritó Ron— Tenemos que…
—¡Adivinad quién ha venido a felicitarme!
Harry acababa de hacer su entrada en el jardín, exultante, precediendo al mismísimo Ministro de Magia.
—¡Vaya! Veo que no falta nadie —saludó Shacklebolt, con aquel vozarrón tan grave que parecía conferir gravedad a todas sus palabras—. Le comentaba a Harry que he estado tratando de contactar con vosotros toda la tarde.
Draco se había quedado petrificado, el corazón golpeando contra su pecho como un mazo sobre un tambor. Y no era el único. Expresiones nerviosas e intrigadas recorrieron los rostros de todos los presentes en el jardín.
—¡Qué sorpresa Ministro! —saludó a su vez Arthur Weasley, saliendo de su asombro—. Te has perdido la comida…
—Pero todavía queda tarta, colega —ofreció rápidamente George, incapaz de conferirle a su ex compañero de ondas radiofónicas el título que ahora le correspondía—. La ha hecho mi madre.
El Ministro se sentó a la mesa y aceptó con agrado el plato que ya le ofrecía la señora Weasley. Hundió la cucharilla en el esponjoso bizcocho, para llevárselo después a la boca, saboreando con deleite el delicioso postre.
—Mmmm…. Molly, si algo extraño de otros tiempos, son tus guisos —aseguró dejando entrever su blanca dentadura al esbozar una sonrisa de satisfacción.
A Draco, todavía de pie junto a Ron y sintiéndose totalmente ridículo con aquel paquete en las manos, le temblaban las piernas. No sabía exactamente el porqué, pero le temblaban. Tal vez porque el auror parecía tan confundido como él mismo. Y no acababa de decidirse en si tomar aquella inesperada visita como una buena o mala señal.
—Por cierto, Harry, te he traído un pequeño regalo. Después de todo, no se cumplen veintiuno todos los días.
El Ministro metió la mano en varios de sus bolsillos, hasta que por fin dio con lo que buscaba. Una esfera dorada, completamente lisa, cuyo diámetro era más o menos el doble del de una snitch. Harry la tomó en su mano, sin comprender qué era exactamente.
—Vaya, gracias…
Miró al Ministro, confundido. Kingsley sonrió, mientras seguía rebuscando y sacaba de otro bolsillo un pergamino que le tendió a Ron. Éste se apresuró a tomarlo.
—Es un traslador. A Roma, para ser más exactos —explicó después a Harry—. Creo que tu novio necesita unas vacaciones —fue entonces cuando miró a Draco—. El trabajo que está haciendo en Asia…
—África —rectificó Ron inmediatamente, echándole una rápida mirada a Harry, por si se había dado cuenta del error.
Hermione ya le había arrebatado el pergamino de las manos y lo leía ávidamente, con las cabezas de George, Charlie y Neville asomando sobre sus hombros.
—…er… sí… África, puede esperar de momento. Hemos decidido suspender esa investigación por tiempo indefinido. Cuestión de presupuesto… —si Malfoy no hubiera estado tan blanco, a punto del colapso, Kingsley se hubiera reído—. Tal vez tres o cuatro años —insinuó—, y entonces decidiremos si vale la pena reanudarla.
Se hizo un silencio extraño, palpitante. Como si todo el mundo hubiera contenido el aliento y no se atreviera a soltarlo. Intercambiando miradas mudas, anhelantes, deseosas de confirmar que los demás habían entendido lo mismo.
—¡Nos vamos a Roma, Draco!
El grito de euforia de Harry se elevó solitario sobre el jardín, como si fuera la señal esperada para la iniciación de un rito de catarsis colectiva.
—¡Eres un tío grande, Kings! —proclamó George a todo pulmón.
Un coro de gritos y aclamaciones apoyaron la declaración.
De pronto Draco se sentía un poco mareado. Le pareció que Granger estaba llorando y que esa lunática de Ravenclaw le miraba de una forma bastante inquietante, como ausente de la algarabía que había a su alrededor. Draco se preguntó si en realidad no habría tocado fondo y se estaba volviendo loco. Se dejó, más que abrazar, estrujar por un Harry exaltado y nervioso, que no paraba de llenarle el rostro de besos sin que él fuera capaz de responder.
—¿Te encuentras bien, Draco? —preguntó finalmente Harry, preocupado.
Le quito el paquete de las manos y le ayudó a sentarse.
—Anda hijo, tomate una copita, te sentará bien —el señor Weasley le tendió a Draco un vaso con un líquido ambarino—. Lo hago yo mismo —confesó, bajando la voz—. Pero no se lo digas a Molly.
En otras circunstancias, Draco no habría aceptado ni loco un licor de fabricación casera. Sin saber en qué condiciones higiénicas había sido elaborado, su graduación o de qué estaba hecho. ¡A saber qué clase de alambique se habría montado Weasley! Pero Draco no pensaba ni coordinaba demasiado en ese momento. Se lo bebió de un trago. Al segundo siguiente creyó que iba a estallar en llamas.
—Señor Weasley, me gustaría tener novio todavía para cuando llegue a Roma… —se quejó alegremente Harry mientras le daba al rubio unos golpecitos en la espalda.
—¿Se puede saber qué le has dado al chico, Arthur? —exigió saber su mujer, preocupada.
El bueno de Arthur Weasley se hizo el sueco, mientras Bill y George distraían a su madre, reclamando más pastel para el Ministro.
Harry se arrodilló frente a Draco, que tenía los ojos llorosos y las mejillas completamente enrojecidas y trataba de no ahogarse en el ardor de su garganta. Tomó sus manos, consciente de que las suyas temblaban un poco.
—Nos vamos a Roma, Draco. Por fin.
Draco sólo sonrió. Porque su voz se había ido y no sabía dónde.
o.o.o.O.o.o.o
Draco no sabía si había sido la impresión de no tener que volver a Azkaban, el “milagroso” licor del señor Weasley, o la combinación de las dos cosas, pero tenía el cuerpo como si le hubiera pasado una manada de hipogrifos por encima. A Harry no le había costado mucho convencerle de que se acostara y descansara, mientras él despedía a sus invitados y recogía un poco. Además, eso de recoger quedaba muy bien cuando Hermione estaba delante, había dicho el moreno con un guiño.
Una hora después, Ron y Hermione acababan de irse y sólo quedaba Luna, que se había empeñado en ayudarle a descolgar los farolillos del jardín. Quería quedarse con un par de ellos y hacerse unos pendientes. Harry no había tenido inconveniente. Después de tantos años, las excentricidades de la ex Ravenclaw ya no extrañaban a nadie.
—Er… Luna… —ella le miró con sus grandes ojos grises, con esa sonrisa un poco ida en sus labios—, ¿te acuerdas de ese bicho que trajiste hace un par de meses y te guardé durante unos días en el sótano?
—¿El Blibbering Humdinger? —la bióloga suspiró con esa especial ensoñación que siempre la había caracterizado— Nadie creía que existiera… como el Snorckack de Asta Arrugada.
—Ya, sí… bueno… —Harry se rascó la cabeza, sin saber cómo empezar a resolver su duda—, sabes… ¿has averiguado ya sus características, si tiene algún poder mágico especial o algo así?
Ella siguió sonriendo, mientras examinaba varios de los farolillos descolgados, decidiendo con cuáles quedarse.
—¿Te refieres, por ejemplo, a que si entra en contacto con cualquier objeto hechizado, el hechizo se rompe instantáneamente? —preguntó.
Harry se quedó mirando fijamente a su amiga durante un buen rato, mientras ella seguía descartando farolillos.
—¿Y una persona? —interrogó nuevamente el mago— ¿Qué pasa si una persona, por ejemplo, lo acaricia?
—Bueno, eso también es entrar en contacto, Harry —dijo ella con aire ausente.
—Ya…
Finalmente, satisfecha con su elección, Luna encogió dos farolillos y los guardó en la bolsita que llevaba colgada al cuello. Después miró a Harry con cariño.
—Has tirado de todas las cuerdas, ¿verdad? —afirmó después, abriendo una de las sillas plegables, ya recogidas, y sentándose junto a su pensativo amigo— Sin estar seguro de cuál se rompería primero —le guiñó un ojo al moreno—. Has logrado ponerlos a todos bastante nerviosos, ¿sabes?
Harry le dirigió una mirada culpable. No se sentía muy orgulloso de haber presionado a Draco de esa forma. Es más, estaba seguro de que él sería el único que no hablaría. Pero, haciéndolo, esperaba que alguno de los demás acabara cayendo.
—Pero el poder siempre es el primero en tratar de protegerse —suspiró Luna—. Porque también siempre es el que tiene más que perder.
Él negó con la cabeza, mientras una pequeña sonrisa asomaba a sus labios. Sí, felizmente había sido Kingsley.
—Eres una mujer sorprendente, Luna —declaró.
—Y tú un gran mago, Harry.
—No —rechazó él—. Ahora mismo no creo tener ninguna habilidad especial; ni siquiera puedo hablar parsel —Harry sonrió—. No lo lamento, ¿sabes? Como tampoco lamentaría descubrir que mi magia es menos poderosa ahora que esa parte de Voldemort ya no está dentro de mí —Luna asintió, comprendiéndole—. Creo que me resumiría a mí mismo como una parte de coraje y tres de mucha suerte. Nada más.
Harry se estiró en su silla con pereza.
—Me encanta sentirme un tipo corriente —confesó.
Ella también sonrió, sin querer decirle que jamás podría ser un tipo corriente. En su lugar, miró embelesada al cielo, donde empezaban a aparecer las primeras estrellas.
—Creo que en mi próxima reencarnación me dedicaré a la astronomía —afirmó.
Ambos permanecieron en silencio durante un rato, contemplando las pequeñas lucecitas que poco a poco inundaban el firmamento. A pesar de todas sus peculiaridades y extrañas creencias sobre criaturas mágicas, Harry siempre se había sentido cómodo en compañía de Luna. Tenía una singular manera de hacerle sentir bien, aunque fuera con su silencio. Podía contarle la cosa más esperpéntica que se le pasara por la cabeza y ella jamás se reiría. Seguramente le sorprendería con alguna todavía más estrafalaria que le haría pensar que, después de todo, no estaba tan loco.
—Tu unicornio blanco de ojos plateados te espera.
A pesar de su suavidad, la voz de Luna sobresaltó a Harry, ensimismado en sus propios pensamientos. Plegó las dos sillas en las que habían estado sentados y la acompañó hasta el salón de la casa, dónde se encontraba la chimenea. Ella le miró nuevamente con esa expresión ensoñadora en su rostro.
—Recuerda, Harry, que los unicornios necesitan guardar sus propios secretos.
—Los caballeros también —respondió él.
Luna asintió, mientras cogía un puñado de polvos floo del recipiente que su anfitrión le tendía.
—Feliz cumpleaños, Harry.
Se inclinó para depositar un beso en la mejilla de su amigo y seguidamente desapareció en la chimenea. Y fue entonces cuando Harry cayó en la cuenta de que, en el salón, no había habido ningún regalo de cumpleaños proveniente de Luna… porque ya se lo había dado con dos meses de antelación.
Mientras subía las escaleras hacia su habitación, Harry no recordaba haberse sentido tan feliz desde que Draco le había perdonado aquel irresponsable Sectusempra lanzado con total desconocimiento de sus consecuencias, ambos imprudentemente escondidos en el almacén de ingredientes de Snape, demasiado ocupados en averiguar quien era capaz de quitarle antes los pantalones al otro.
Harry sonrió. Porque en cuanto atravesara esa puerta, Draco no tardaría ni dos segundos en volver a perder los suyos.
FIN