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La Nueva Domus de
Livia
Mortis Obtineo
by Livia
Primera Parte
Hogwarts, el milenario y mágico castillo. Había soñado desde su más tierna infancia con caminar por sus antiguos pasillos, impregnarse de conocimientos en aulas tocadas por la magia de tantos profesores y estudiantes. Conocer la sala común de Slytherin, Casa a la que todos sus antepasados habían pertenecido, y sentarse junto a la emblemática chimenea con la imagen de la serpiente esculpida en su campana, símbolo de su Casa, mientras conversaba con sus amigos sobre las clases del día. Había anhelado formar parte del equipo de quidditch y llevar a los suyos a la gloria, ganando la Copa de Quidditch. Había tenido muchos sueños puestos en el inicio de su educación mágica. Pero, sobre todo, había deseado conocer a ese niño del que todo el mundo hablaba, con el que coincidiría en la escuela porque eran de la misma edad. El Niño que Vivió, lo apodaban, aunque su verdadero nombre era Harry Potter.
Sentado en uno de los alféizares de piedra de un solitario corredor, con los pies apoyados en una de las gruesas piedras que conforman la pared, Draco Malfoy reconoce que nada ha sido como pensaba. Los pasillos de Hogwarts son fríos, oscuros y desangelados. La sala común de Slytherin, un nido de víboras prestas a inocular su veneno, si no eres más rápido en inocular el tuyo. ¿Quidditch? De poco había servido que, en su segundo año, Lucius Malfoy comprara a todo el equipo de Slytherin las Nimbus 2021, las más veloces del momento, con las que compró también su puesto como buscador. Nunca han ganado a Gryffindor, su rival por excelencia. Ahora, Draco ya no juega. Incluso se rumorea que ha desembolsado unos cuantos galeones para que Harper le sustituya como buscador. Cosa que él ni admite ni niega. Pero ha adquirido conocimiento, eso es verdad. Como también lo es que gran parte de su bagaje mágico, uno que no se enseña en Hogwarts, ha sido impartido por su propio padre y su tía Bellatrix. En cuanto al Niño que Vivió… Draco suspira y cierra los ojos unos momentos, concetrándose en el repiqueteo de la lluvia contra el cristal, ignorando que se le están quedando las manos heladas y el trasero entumecido sobre la dura piedra. Suspira de nuevo. Harry Potter… A Harry Potter hay que darle de comer aparte.
Potter y él se habían enemistado desde el mismo momento que pisaron Hogwarts.
—Pronto descubrirás que algunas familias de magos son mejores que otras, Potter. No creo que quieras hacer amigos entre los que no te interesan. En eso, te puedo ayudar.
Y se lo había dicho con la mejor intención de un niño de once años educado en una familia sangre pura, pudiente y poderosa. Y, para sellar sus palabras, había tendido la mano hacia ese niño delgado, incluso escuálido, cuyos rasgos más prominentes eran una mata de pelo negro e indomable y los ojos más verdes que Draco hubiera visto jamás.
—Gracias, pero no necesito a nadie para distinguir a quienes me pueden interesar —había respondido Potter, rechazándola.
Y ahí había terminado cualquier posibilidad de amistad y empezado una rivalidad entre ellos que todavía perdura. Sencillamente, Weasley había llegado primero y le había llenado la cabeza a Potter de prejuicios contra Slytherin. Él ya no tuvo ninguna oportunidad.
La lluvia ahora arrecia más fuerte. Se oyen los primeros truenos y Draco se estremece un poco. La túnica escolar no abriga lo suficiente en un viejo corredor, lleno de corrientes de aire y de piedras más frías que un témpano de hielo. Con los años, Draco ha sido cada vez más consciente de todo lo que les separa a Potter y a él. Del por qué jamás podrán ser amigos, ni siquiera compañeros pasables. Ha llegado a comprender que les distancian demasiadas cosas. Lo único que tienen en común es el desprecio que ambos se dedican, al que han contribuido en gran medida todas las circunstancias que rodean al potencial salvador del mundo mágico y a él mismo.
Sin embargo, a veces, Draco piensa que en el fondo no son tan diferentes. Los dos no hacen más que seguir el camino que se les ha trazado desde su niñez. Potter, un mestizo, siempre bajo la protección de Albus Dumbledore, el Director de Hogwarts, intenta seguir sobreviviendo a la amenaza que el Señor Oscuro significa para él. Y Draco, heredero de la antigua y muy noble familia Malfoy, bajo el lema Sanctimonia Vincet Semper[1], se prepara para seguir algún día —sospecha que no tan lejano como a él le gustaría— los pasos de su padre, fiel servidor del Señor Tenebroso.
El sonido de un nuevo trueno, este mucho más potente y resonante, hace que Draco se encoja sobre sí mismo. Casi tanto como le encoge el miedo a que se revele el secreto que guarda desde hace algún tiempo. Porque, a pesar de toda esa animadversión que le separa de Potter, de sus enfrentamientos verbales y de sus peleas, se ha dado cuenta de que hay algo en ese mestizo que le atrae sin remedio. En las ocasiones que las miradas de ambos se encuentran, cargadas de odio y animosidad, Draco no puede dejar de sentir un secreto placer. Le busca y aprovecha para mortificarle a la menor ocasión. Utiliza cualquier oportunidad que se le presenta para provocarle, mofarse de él, sacarle de quicio y arrancar su furia. Y Draco, íntimamente, disfruta de esos momentos en los que consigue que esos ojos verdes solo estén pendientes de él. No habría suficientes cruciatus en la varita de su padre o en la de su tía, si la familia llegara a enterarse. Tal vez, en la de Potter, tampoco.
Por eso, cuando por fin abandona su solitario retiro, dejando la tormenta retumbando a sus espaldas, y se encuentra al abrigo de su cama y los socorridos doseles que la rodean, Draco hace lo que cualquier hormonal chico de su edad hace en la intimidad: complacerse. Pero él no se excita con fantasías de pechos turgentes, caderas voluptuosas y piernas suaves y torneadas. A él le gustan los cuerpos masculinos, fuertes, bruscos. Pieles con más pelo del que él mismo posee. Rostros con mejillas que ya se rasuran y tienen los ojos increíblemente verdes.
Durante los días siguientes, Draco no puede escabullirse de la compañía de sus amigos para buscar esa paz que solo encuentra en aulas vacías o corredores solitarios, sin llamar demasiado su atención. Además, están a las puertas de los primeros exámenes antes de las fiestas de Navidad, y tiene que hincar los codos para evitarse oír los sermones de su padre, si sus notas no son las que espera. Aunque sermón habrá, de todas formas, si no por las notas, por alguna otra cosa, de eso nadie le libra. Y es durante una tarde aburrida de estudio, de kilométricos trabajos sobre la Tercera Ley de Galpalott o el uso de las vainas de snargaluff, y ensayar con más o menos éxito los hechizos no verbales, que Draco acaba fijándose en el grupito que no ha dejado de alborotar con sus cuchicheos y risitas sofocadas, en lugar de estudiar, como la mayoría de los que se encuentran en la sala común en este momento. Cansado y molesto, se acerca a ellos para saber qué les provoca tanta diversión.
Ser el hijo de Lucius Malfoy tiene innegables ventajas casi siempre. Y es por ello que Draco cuenta con el respeto de sus compañeros y nadie está dispuesto a discutir demasiado sus opiniones. Ni siquiera los slytherin de séptimo curso.
—¿Se puede saber qué os tiene tan entretenidos?
El grupito, que no le ha oído acercarse, corta las risitas abruptamente. Vaisey, actual cazador del equipo de quidditch de Slytherin, sostiene en sus manos unas cartulinas, que rápidamente trata de esconder. Pero, al darse cuenta de quién se trata, sonríe con picardía. Urquhart, el otro cazador y actual capitán, le arrebata algunas a su compañero y se las muestra a Draco, un poco sonrojado. Crabbe y Goyle se ríen tontamente. Draco mira a sus compañeros sorprendido y divertido a la vez. Son fotografías mágicas bastante… obscenas.
—¿De dónde las habéis sacado? —pregunta.
—Son del padre de Vaisey —responde Urquhart—. O eso dice…
—Digamos que las encontré —aclara el aludido—. Y no creo que sean de mi madre —se ríe después.
Draco, al que han hecho sitio en el sofá, va pasando una por una todas las fotos. Son pura pornografía. Nunca había visto fotografías de este tipo, aunque haya oído hablar de ellas, y se pregunta cómo puede haber gente que se deje fotografiar desnuda y en posturas tan explícitas. Incluso practicando el acto sexual. Y, aunque se ríe y hace comentarios subidos de tono para regocijo del concupiscente grupo, no son el tipo de fotografía que a él le gustaría ver. El lado heterosexual del sexo no le interesa demasiado. Pero sus compañeros no tienen por qué saberlo. Sin embargo, al acabar el día, Draco se acuesta con pensamientos muy calientes bullendo en su cabeza. Aunque las mujeres no le interesen, esas fotografías han avivado mucho su imaginación. Y su deseo. Paradójicamente, masturbarse esa noche no le proporciona tanto placer como esperaba. Tampoco las siguientes. Finalmente, llega a la conclusión de que autocomplacerse ha dejado de ser tan gratificante porque lo que necesita es compartir ese placer con otra persona. Necesita tocar a alguien, que le toquen a él. Besar y que le besen. Pansy solía hacerle mamadas bastante decentes. Pero ha cortado su relación con ella, casi a principio de curso, porque la chica empezaba a hacerse demasiadas ilusiones con su apellido. Draco quiere vivir un poco antes de comprometerse con una joven de su mismo estatus social, cuando ya no le quede más remedio que enfrentarse a un futuro matrimonio, seguramente concertado por sus padres. Sabe de buena fuente que Blaise Zabini es bisexual y se ha acostado indistintamente con chicos y chicas. Pero Zabini es un imbécil y Crabe y Goyle dos glotones sin cerebro que lo único que saben hacer es seguirle a todas partes. A Draco le gustaría tener un amigo, uno de verdad, al que hacer partícipe de sus cosas. Uno que incluso le pudiera aconsejar y animar en esos momentos en los que se siente tan solo, incluso deprimido. Pero siempre acaba concluyendo que mejor solo que mal acompañado. No va a ponerse en manos de nadie, arriesgándose a ser chantajeado por alguna confidencia o secreto más adelante, seguramente en el momento más inesperado y menos oportuno. Es uno de los consejos más valiosos que le ha dado su padre durante una de esas charlas padre-hijo tan escasas entre ellos. No confíes en nadie, Draco, ni siquiera en los amigos. No pongas en sus manos información que en algún momento te pueda perjudicar. Draco respeta a su padre. Aunque sea un respeto que raya en el temor. No conoce otra forma de relacionarse con su progenitor que no sea mostrándole una obediencia absoluta y cumpliendo con todas sus exigencias y mandatos al pie de la letra. Tratando siempre de superar sus expectativas, por elevadas que éstas sean. Es un Malfoy y tiene una responsabilidad ineludible con su familia y su apellido. Así que, si quiere follarse a Potter —porque eso es lo que quiere, ya de forma urgente y desesperada—, deberá encontrar la forma de hacerlo sin que derive de ello ninguna consecuencia para él. Después de todo, un Malfoy siempre obtiene lo que quiere.
La oportunidad se presenta como caída del cielo una tarde en clase de pociones, de la mano de Severus Snape. El estricto profesor de Pociones desvanece la poción de Potter después de mirar en el caldero del gryffindor y concluir, con expresión hastiada, que ese no es el color que debe tener el elixir para inducir a la euforia. Le castiga, además, a limpiar el aula cuando termine la clase por su prolongada y persistente falta de atención en clase. La expresión de odio con la que Potter mira al profesor y la impotencia con que escucha la retahíla de lindezas que Snape le regala, mientras se dirige a su mesa para recoger las muestras que le entregan el resto de alumnos, no tienen precio para Draco. Observa como la sangre sucia le toma del brazo y le susurra algo al oído, seguramente tratando de calmarle para que refrene la lengua y no acabe castigado toda la semana. La comadreja tiene los puños cerrados y mira a Snape casi con tanto odio como Potter. Sus incondicionales amigos… Ninguno de los dos estará aquí para ayudarle dentro de un rato, cuando se quede solo.
Draco demora la recogida de sus utensilios escolares sin perder de vista a Potter, tras un rápido intercambio de palabras con Crabbe y Goyle. Potter también está recogiendo los suyos, esperando a que la clase se quede vacía para poder empezar con el injusto castigo. Cuando se da cuenta de que Draco todavía sigue en el aula, pregunta en tono socarrón:
—¿Te quedas para ayudarme, Malfoy? ¡Qué amable por tu parte!
Harry está seguro de que Malfoy solo se ha quedado para mofarse de él, como siempre. Pero decide ignorarle porque, el muy cretino, es capaz de conseguir que acabe castigado por lo que queda de curso, si cae en una de sus habituales provocaciones. Sin embargo, cuando se da cuenta de que Malfoy tiene la varita en la mano e intenta alcanzar la suya, que se ha quedado encima del pupitre, el hechizo ya le ha alcanzado.
Harry abre los ojos poco a poco, saliendo de la inconsciencia en la que hasta ahora ha estado sumido. Está sentado en el suelo, con la espalda contra una pared húmeda y un frío helado penetra todo su cuerpo. Al principio, le cuesta enfocar la vista a través de la penumbra que le envuelve. Parpadea un poco, todavía aturdido e intenta levantarse. Y es cuando se da cuenta que está encadenado a la pared. Sin embargo, bajo los grilletes sus muñecas están envueltas en una tela gruesa que evita que el metal roce su piel. Tira de ambas cadenas, pero lo único que logra es desprender una nube de polvo que se mete en su nariz y le hace estornudar.
—Hola, Potter. Creí que nunca ibas a despertar…
Harry no puede distinguir con claridad la figura que se adivina en la sombra, pero ha reconocido la voz, la inconfundible cadencia con la que arrastra las palabras.
—Malfoy…
—Siento la incomodidad del sitio, pero tenía que encontrar un lugar lo suficientemente alejado y tranquilo, donde nadie nos molestara.
La figura da unos cuantos pasos y entra en el campo visual de Harry, quedándose de pie frente a él. Lo único que Harry puede pensar en este momento es que Malfoy, haciendo gala de las lealtades de su familia, va a entregarle a Voldemort. ¿Por qué otro motivo podría encontrarse encadenado a una pared, en lo que sin duda es una mazmorra?
[1] La pureza siempre vencerá.