top of page

Chocolate Navideño

by Livia

Liechtenstein no es que sea un país pequeño, es minúsculo. Situado en la Europa Central, su frontera tiene solamente 76 km, de los cuales 35 km limitan con Suiza, división  natural formada por el río Rin y, al este, los 41 km restantes con Austria. Sin embargo, es uno de los paraísos fiscales más prósperos del mundo. De sus 38.838 habitantes, solamente 149 son magos, apenas un 0,38% del total de la población. En su capital, Vaduz, se concentran la mayor parte de sus 83 policías; también los únicos tres aurores de los que dispone la reducida comunidad mágica. Harry Potter todavía se pregunta cómo se dejó convencer para pasar un año entero en este lugar.

 

Todo había empezado unos meses atrás. La comunidad mágica del pequeño Principado nunca había contado demasiado dentro de la comunidad mágica internacional. Ni siquiera pertenecía a la Confederación Internacional de Magos, fundada a finales de 1600, porque objetaron a su primer presidente, Pierre Bonaccord, quien quería concederles derechos a los trolls y evitar su caza, lo cual sentó muy mal a los magos de Liechtenstein porque tenían, y siguen teniendo, muchos problemas con los trolls de montaña. Solamente accedieron a seguir el Código Internacional para el Secreto de la Magia por puro instinto de conservación. Este incidente marcó el futuro de las relaciones de los magos liechtensteinianos con el resto de magos europeos, quienes pasaron a ignorarlos a partir de ese momento.

 

Sin embargo, el devenir de toda comunidad mágica está ligado inevitablemente con el de la comunidad muggle con la que convive, aunque sea bajo secreto. En la década de los noventa empezó a haber un goteo de  fuga de capitales de ciudadanos muggles alemanes hacia Liechtenstein. Con el auge del mago tenebroso conocido como Voldemort y la guerra que le siguió, muchos magos también decidieron evadir sus fortunas hacia el discreto y  rentable Magische Bank of Liechtenstein, poniéndolas a salvo de los expolios que toda guerra irremediablemente conlleva. Y no solamente las fortunas inglesas, sino la de toda familia temerosa de que el conflicto se extendiera y alcanzara su país. De pronto, la exigua comunidad mágica del pequeño Principado tenía en sus manos los caudales de las familias mágicas europeas más influyentes. La comunidad mágica internacional dejó de ignorarlos y los magos liechtensteinianos empezaron a exigir: la presidencia de la Confederación Internacional de Magos, la celebración de los próximos mundiales de Quidditch en Planken, la exterminación sin contemplaciones de los trolls de montaña… y dejar de depender del Ministerio Mágico suizo para pasar a tener su propio Ministerio.

 

Si bien al principio los magos de Liechtenstein no recibieron más que promesas, estaban más que dispuestos a conseguir todas sus reivindicaciones al precio que fuera. Y lo primero que hicieron fue crear su propio Ministerio de Magia —ignorando las advertencias del Ministerio de Magia suizo—, sin el cual no podrían conseguir el resto de sus pretensiones. El primer Ministro de Magia liechtensteiniano fue Bergem Schädler, un mago de noventa y dos años procedente de las montañas y con un profundo odio por los trolls. Para sostener su aspiración de celebrar los mundiales de Quidditch en el Principado, crearon un Departamento de Juegos y Deportes Mágicos, a cuyo frente Shädler puso a Warren Hilbe, su cuñado, y al hijo de éste como ayudante. Para el Departamento de Cooperación Mágica Internacional la elegida fue Carola Tschütscher, la heredera de una de las familias con más abolengo de la comunidad mágica del pequeño país, porque hablaba tres idiomas: alemán, francés e inglés. Para el Departamento de Regulación y Control de Criaturas Mágicas el nuevo Ministro designó a Ademaro Rechsteiner, montañés como él y con igual odio por los trolls sino mayor, y a un ayudante, Jakob Wenzel. El Departamento de Aplicación de la Ley Mágica se redujo a un solo subdepartamento, el de Aurores. Cuando Egmont Vogt, el designado Jefe de Aurores —y elegido por la sencilla razón de ser un buen cazador— se planteó cómo organizar su departamento se dio cuenta de que no sabía cómo. La comunidad mágica liechtensteiniana era una comunidad sin grandes conflictos. Y los incidentes entre familias continuaban resolviéndose a la antigua usanza: mediante duelos de magia. No obstante, cualquier Ministerio que se preciara tenía entre sus empleados a la élite de los magos, expertos en duelos avanzados, en el combate mágico y en contrarrestar las Artes Oscuras. Ellos no podían ser menos. A pesar de que cualquier candidato a auror debía tener excelentes credenciales académicas antes de ser aceptado en un riguroso programa que duraba tres años,  Vogt tenía bajo su mando a Georg Jehle, un fornido montañés de los Alpes que había ganado el tradicional concurso de cazar trolls durante los últimos cinco años, y a Egon Feger, cuyo único mérito era ser su sobrino político y un joven demasiado pendenciero para su propio bien. Indudablemente ninguno de ellos cumplía ninguno de los requisitos para ser auror, empezando por el propio Vogt. Pero eso tenía fácil solución.

 

Cuando el Ministro de Magia británico, Kingsley Shacklebolt, recibió la petición del Ministro de Magia de Liechtenstein decir que se quedó atónito es decir poco. Denegó en primera instancia tal petición. Pero el Ministro liechtensteiniano insistió y puso sobre la mesa la deuda que el Ministerio británico tenía con el Magische Bank of Liechtenstein y lo dispuesto que estaría a interceder para que el banco condonara parte de la cuantiosa deuda a cambio de que Harry Potter, Salvador del mundo mágico y auror por excelencia, se aviniera a pasar un año en su hermoso Principado para organizar su Departamento de Aurores y entrenarlos.

 

Harry Potter pensó que era una broma. Pero no lo era.

 

 

Harry —le había dicho Kingsley—, no te lo pediría si no fuera absolutamente necesario. Poder condonar parte de esa deuda concedería un gran respiro a las finanzas del Ministerio. Incluso podríamos subir el sueldo a todos los empleados —entre los que Harry se encontraba, por supuesto—. Solamente será un año, y cuando regreses tendrás tu puesto, tu antigüedad y un bonus por tu abnegado sacrificio.

 

 —¿Y, cuando tendría que irme? —había preguntado Harry a contrapecho, porque maldita la gracia que le hacía marcharse un año entero a ese rincón perdido del continente.

 

En cuanto hagas la maleta —le había respondido el Ministro con una gran sonrisa—. Sabía que podía contar contigo. Te lo agradezco, Harry. Y tus compañeros mucho más cuando sepan que su sueldo a final de mes se verá incrementado gracias a ti.

 

Sí, como no, había pensado Harry, algo más que agradecerle al Salvador del mundo mágico. Y ya podía estar contento de que tal agradecimiento no implicara, en esta ocasión, tener que enfrentarse a ningún mago oscuro.

 

 

Ahora, desde la ventana del Hotel Sonnenhof, Harry contempla con desánimo el paisaje otoñal de Vaduz. La capital de Lienchestein se asienta en un valle rodeado de montañas que, según le han dicho, estarán copadas de nieve en pocas semanas. A excepción del castillo donde reside el Príncipe de Liechtenstein y su familia, las casas y edificios que puede ver desde su posición no son muy altos y tampoco demasiado bonitos. Sin embargo, el hotel no está mal. La cama de su habitación incluso tiene dosel y parece bastante cómoda. La familia que regenta el  hotel, los Sonnenhof, le ha recibido con todos los parabienes posibles y, según lo que ha podido entender del pobre inglés chapurreado por el señor Sonnenhof, le han preparado la mejor habitación de su establecimiento. Aunque la clientela es mayoritariamente muggle, los Sonnenhof son magos. Y tienen algunas habitaciones reservadas exclusivamente para sus congéneres, por ejemplo, con chimeneas conectadas a la red flu internacional. Harry ha pedido que esta primera noche le traigan la cena a la habitación. Está cansado, cabreado y sin muchas ganas de interacción social. Cada vez que piensa que tiene que pasarse un año entero en Vaduz le rebulle la sangre. Y eso que todavía no ha tenido el placer de conocer a los integrantes del Ministerio de Magia liechtensteiniano.

 

A pesar de haber pedido algo ligero para cenar, en el carrito en el que la camarera le trae la comida no cabe ni un plato más: sopa, huevos, carne con guarnición y una especie de torta que huele mucho a licor. También hay fruta y varias clases de queso. Desganado, Harry solamente se come la sopa y picotea un poco de queso. Después se ducha y se acuesta diciéndose que mañana le quedará un día menos que pasar en Liechtenstein. 

 

 

 

Al día siguiente, cuando baja al comedor del hotel para desayunar, se lleva la sorpresa de que el señor Sonnenhof le conduce hasta una sala privada donde se encuentra con que el Ministerio de Magia liechtensteiniano en pleno le está esperando. Apresuradamente, intenta recordar el hechizo de traducción simultánea que Hermione le ha enseñado y lo ejecuta antes de que, el que seguramente es el Ministro de Magia, siga soltando palabras ininteligibles para él.

 

—¡Bienvenido, señor Potter! ¡No sabe cuánto nos alegramos de tenerle aquí!

 

Harry compone una sonrisa de compromiso, maldiciendo en su fuero interno al culpable de que él se encuentre en Liechtenstein.

 

—Permítame que le presente a los demás miembros del Ministerio.

 

Bergem Schädler va presentándole a las ocho personas sentadas alrededor de la mesa, que ahora se han puesto en pie, y Harry va estrechando la mano de todas y cada una de ellas mientras Schädler las nombra y dice a qué departamento pertenecen. Un Ministerio de Magia de tan solo nueve personas, piensa Harry con resignación, pero por lo visto con mucho más poder que el británico.

 

—Hemos preparado un desayuno de bienvenida —le explica Schädler mientras le invita a sentarse a su lado—. Supusimos que ayer llegaría demasiado cansado y no quisimos molestarle. Pero nos moríamos de ganas de conocerle, señor Potter —asegura—. Su fama le precede.

 

Harry contiene un suspiro de hastío. Siempre su fama, masculla mentalmente, su maldita e inconveniente fama.

 

—No crean todo lo que han oído sobre mí —dice sin lograr evitar del todo  el conferir un toque de ironía a la frase.

 

—No sea modesto, señor Potter, estoy segura de que hay mucho más de lo que ha llegado a los oídos de nuestro pequeño país.

 

Carola Tschütscher se lo está comiendo con los ojos y Harry siente pánico. Es una mujer ancha, de grandes pechos y mejillas mofletudas y sonrosadas. Lleva el rubio cabello recogido en un moño y de sus orejas cuelgan unos largos pendientes que refulgen cada vez que mueve la cabeza. Los rollizos dedos de sus dos manos están repletos de anillos, algunos tan apretados que por fuerza tienen que cortarle la circulación de la sangre. Harry calcula que andará sobre la treintena.

 

—¿Hay trolls en Inglaterra?

 

Harry dirige la mirada hacia el mago que ha formulado la pregunta. Ademaro Rechsteiner es un hombre alto y flaco, de mejillas hundidas y tez pálida. Tiene los ojos muy pequeños y las pupilas de un azul tan claro que apenas se distinguen del globo ocular. Es un poco perturbador.

 

—Por supuesto —responde Harry—. Pero es raro verlos cerca de las zonas habitadas. Nuestro Departamento de Regulación y Control de Criaturas Mágicas se ocupa de que no molesten demasiado.

 

—Entonces, estoy seguro de que los trolls ingleses no son ni tan grandes ni tan agresivos como los nuestros —asevera Rechsteiner—. Los trolls de montaña son las criaturas más molestas y peligrosas que tenemos en nuestro pequeño país.

 

—Tal vez el señor Potter también pueda ayudarnos en ese tema —apunta el Ministro de Magia alegremente.

 

—Me temo que los trolls quedan fuera de mis competencias —se apresura a responder Harry.

 

—Sin embargo, usted fue jugador de Quidditch, uno bastante bueno según hemos oído —interviene Warren Hilbe.

 

—En la escuela —rebate inmediatamente Harry—. Ahora solo juego por diversión con mis amigos.

 

Y, por vuestra culpa, no voy a disfrutar del juego ni de mis amigos por una larga temporada, piensa a continuación.

 

—Estoy seguro de que le agradará conocer a nuestro equipo de Quidditch —afirma el Ministro Schädler—. Recibirán encantados cualquier consejillo que quiera darles.

 

Harry mira el plato de su desayuno, todavía sin tocar, y siente unas irrefrenables ganas de levantarse de la mesa y tomar el primer traslador que encuentre de vuelta a Inglaterra. ¿A qué se supone que ha venido? ¿A organizarles el Ministerio entero?

 

—Estoy seguro de que su entrenador podrá darles mejores consejos que yo. Solamente soy un aficionado.

 

—¿Veis? Este hombre es pura modestia —sonríe Carola.

 

—De hecho, todavía no tenemos entrenador. Pero mi hijo Blaz hace lo que puede —vuelve a intervenir Hilbe señalando al joven sentado a su lado, quien se pone rojo como la grana cuando Harry posa los ojos en él.

 

Harry saca otra vez esa sonrisa de compromiso, a la que recurre en las reuniones sociales del Ministerio cuando trata con aduladores o gente que no soporta, a los que no puede mandar a paseo como le gustaría. Se da cuenta de que hay tres personas que todavía no han hablado y deduce que deben pertenecer al exiguo Departamento de Aurores por el cual él se encuentra aquí. De los tres, Harry se dirige al hombre de más edad.

 

—Imagino que usted debe ser el Jefe de Aurores, el señor Egmont Vogt…

 

Pero antes de que el hombre pueda responder, Carola exclama:

 

 —¡Y es listo! Señor, qué listo es… —se admira.

 

—Carola, querida, estoy seguro de que al señor Potter le gustaría que refrenaras tu entusiasmo —le recrimina el hombre al que se ha dirigido Harry—. Efectivamente, soy Egmont Vogt y le agradezco mucho que haya tenido la amabilidad de concedernos su tiempo para ayudarnos en NUESTRO Departamento —recalca para sus propios compañeros—. Permítame que le presente a Gerog Jehle —a quien a  partir de ese momento Harry denominará mentalmente “hombre montaña” —, y a Egon Feger.

 

Harry saluda a ambos con una pequeña inclinación de cabeza, pensando que si logra hacer de esos tipos dos aurores decentes, Shacklebolt le deberá, como mínimo, otra Orden de Merlín de Primera Clase. O, mucho mejor, un año entero de vacaciones. El auror inglés logra sobrevivir al desayuno centrando su conversación en Vogt, ignorando los comentarios de Carola y las no tan veladas sugerencias de Hilbe para que entrene al equipo de Quidditch en sus ratos libres. Le descorazona, más de lo que ya lo está, descubrir que el Departamento de Aurores realmente no tiene departamento, ni instalaciones donde entrenar, que ni siquiera existe un Ministerio de Magia porque todavía están decidiendo dónde ubicarlo. Por el momento, todos se reúnen en casa del Ministro Schädler, que por lo visto es un hombre rico y vive en una gran mansión a las afueras  de Vaduz. Tras un desayuno que a Harry le ha parecido eterno, todos se dirigen hacia allí.

 

Schädler, generosamente, ha reservado un ala entera de su inmensa mansión para ubicar a su pequeño Ministerio. Harry da gracias de disponer de una habitación, no demasiado grande, sin embargo, donde poder encerrarse con los tres hombres que a partir de ahora están bajo su responsabilidad. Necesita averiguar hasta qué nivel llega su conocimiento de hechizos defensivos, de ataque, si tienen alguna idea de combate mágico o de cómo contrarrestar las Artes Oscuras. La conclusión a la que llega al poco tiempo de empezar con su interrogatorio hace que el alma se le caiga a los pies, a pesar de que ya se lo imaginaba. Va a tener que empezar de cero, en todo. 

 

 

 

La primera semana de Harry en Vaduz ha pasado casi sin que se diera cuenta, concentrado en intentar inculcarle un poco de sentido común a Georg y en rebajarle los humos a Egon, que para acabarlo de arreglar ha resultado ser el sobrino político de Vogt. En cuanto al Jefe de Aurores  —porque de Jefe de Aurores solamente tiene el título—, el principal problema es que actúa como si con él no fuera la cosa, como si ya estuviera de vuelta de todo lo que Harry intenta enseñarle. Y cada tarde, cuando el auror inglés llega a su hotel, a punto de explotar por la tensión acumulada durante todo el día, solamente quiere encerrarse en su habitación, que le lleven la cena y dormir.

 

 

 

La segunda semana de Harry en el pequeño país no es mejor que la primera. Peor, si cabe, porque se le ha añadido un inconveniente más: la nieta de Schädler. Como si no tuviera suficiente con intentar evitar los descarados flirteos de Carola, ahora tiene que ingeniárselas para huir de Dietlinde, una jovencita de diecinueve años que parece no tener otro objetivo en la vida que convertirle en su futuro marido.  

 

—¿Qué voy a hacer, Hermione? —se lamenta a finales de la tercera semana, sentado delante de la chimenea de su habitación— ¡Entre todos van a volverme loco!

 

—Pues vas a tener que aguantar el tipo, Harry, no te queda otra. La liechtensteiniana es una sociedad bastante chapada a la antigua. No puedes decirles que eres gay. Les causarías una conmoción de consecuencias imprevisibles para nuestro Ministerio.

 

—¿Qué? ¿En serio, Hermione? ¿Lo único que te preocupa son las consecuencias imprevisibles para nuestro Ministerio? ¡Van a celebrar un baile en mi honor con consecuencias imprevisibles para mí!

 

—Cálmate, Harry —dice Hermione con paciencia—. Invéntate una novia. Diles que tienes a tu prometida en Londres. Eso te librará de esas dos pesadas  y te permitirá vivir tranquilo.

 

El auror se queda unos momentos en silencio y después su rostro se ilumina con una gran sonrisa.

 

—¡Brillante! —exclama—. Si se ponen muy pesadas les enseñaré una foto tuya, o de Ginny, o de cualquier otra…

 

—Olvida a Hermione, amigo, es una mujer casada —suena la voz de Ron de fondo.

 

—Pues tu hermana. Ginny sigue soltera, ¿verdad?

 

Harry oye a Ron farfullar algo pero su mujer le hace callar antes de volverse otra vez hacia Harry y decir:

 

—Estoy segura de que a Ginny no le importará servirte de tapadera. Pero se lo diré para que no haya ningún problema.

 

—Dile también que me mande una foto actual, por favor. Las que yo tengo son de cuando todavía íbamos a la escuela. Y están en Londres…

 

—De acuerdo, no te preocupes.

 

—Antes del baile, que es dentro de dos semanas.

 

—Sí, Harry, no te preocupes.

 

—Gracias, Herm, te quiero. 

 

—Y yo a ti.

 

—Adiós, Ron.

 

—Harry, no creo que utilizar a mi hermana sea…

 

La voz del pelirrojo se pierde cuando Hermione corta la conexión flu. Ahora discutirán, piensa Harry. Pero, sintiéndolo mucho, él está desesperado. Así que Ron tendrá que tragarse cualquier objeción que tenga sobre hacer pasar a Ginny por su novia.

 

LA DOMUS DE LIVIA
©Mayo 2015 by Livia

bottom of page