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La Nueva Domus de
Livia
Draco abandonó los suaves movimientos con los que se acariciaba y apoyó ambas manos sobre el pecho de Harry mientras se abalanzaba todavía más sobre él, consciente de cuán expuesta quedaba su intimidad. Un dedo acarició suavemente la fruncida piel de ese lugar, resbalando lentamente entre sus nalgas hasta lograr que gimiera de pura necesidad.
—¿Lo quieres dentro?
La voz de Harry sonó rasposa, lasciva, sacudió a Draco como si hubiera metido el dedo en un enchufe muggle. Y sin ser consciente de cómo, el pintor se encontró chupando con absoluta devoción los dedos que Harry había introducido en su boca. Los mismos que después empujaron con delicadeza hasta lograr, uno a uno, introducirse en su apretado ano.
—¿Estás listo?
Draco asintió casi sin aliento. Desde que se había sentado a horcajadas sobre Harry había perdido las palabras. Gemía, jadeaba, movía la cabeza y, a no tardar mucho, sollozaría de pura desesperación. Podía sentir las gotitas de sudor descender desde su nuca, deslizarse a lo largo de su espalda y morir donde ésta perdía su nombre, ayudando a los hábiles dedos de Harry a abrirle todavía un poco más. Antes de que su amante le alzara y posicionara su miembro en la distendida entrada, Draco se dio cuenta de con qué fuerza sus manos se cerraban sobre la magullada piel del pecho de Harry, marcada por la presión de dedos y uñas. Pero Harry no parecía darse cuenta de ese hecho, concentrado en hacerle descender despacio sobre su erección, conteniendo la respiración, con una expresión de profunda concentración en su rostro. Después, sus manos se agarraron firmemente a las caderas de Draco y esperó quieto, expectante, rogando sólo con la mirada que su compañero empezara a moverse.
Draco estiró los dedos, apoyándose con las palmas de las manos sobre las enrojecidas marcas que habían dejado sus uñas, empezando un lento vaivén. Y entonces llegó el primer verdadero gemido de Harry, largo, profundo, nacido en algún lugar recóndito de su cuerpo. Sus ojos se cerraron, apretados, y sus manos descendieron de las caderas a las nalgas de Draco, amasándolas con fuerza, marcándolas. Se movían juntos sin esfuerzo, como si sus cuerpos hubieran estado en comunión mucho antes de aquella tarde.
Si en aquel preciso instante alguien le hubiera preguntado a Draco qué momento de su vida recordaba con más emoción, habría respondido sin ninguna clase de duda que el momento en que Harry estalló dentro de él. Cuando su cuerpo tembló de aquella ridícula manera, como si estuviera al borde de un ataque de epilepsia y gritó un enronquecido Oh, Draco, Oh, Draco, Oh, Draco… de tal forma que su nombre sonó absolutamente vicioso en sus labios. Y cuando sus ojos se abrieron por fin, y el oscuro verde de sus pupilas le recordó la frondosidad de un bosque irlandés, por primera vez en su vida tuvo la sensación, no, la seguridad, de que Harry Potter por fin había perdido a algo frente a él. Y no era una sensación de venganza o de resarcimiento; era el más hermoso y apasionado sentimiento de posesión que hubiera tenido en la vida. Porque en ese momento supo que Harry era suyo, sólo suyo, desde la raíz del pelo hasta la última uña de sus pies.
El estadio de las Avispas de Wimbourne no le gustaba. Era pequeño, en cuanto a número de espectadores, a pesar de ser el único ubicado en Londres. Pero por esa misma razón, había sido designado como estadio de entrenamiento para la selección inglesa. Los vestuarios eran viejos, nada que ver con los del Puddlemere United, remodelados justo un par de años antes, y que ahora incluso contaban con una moderna sala de fitness gracias a las ideas del preparador físico del equipo, cuyos padres eran muggles.
Sin embargo, no le importaba tener que ducharse en un vestuario viejo, que los aros tuvieran algo de herrumbre o tener que estar luchando por el puesto de guardián titular con el veterano Merwyn Finwick. Porque lo que más deseaba en el mundo flotaba sobre su escoba a pocos metros de él, desgañitándose dando órdenes a los jugadores que volaban a su alrededor. Y Oliver pensaba recuperar a Harry, costase lo que costase.
Había cometido errores, era cierto. Reconocía que se había equivocado en algunas cosas. Y que, desde que Harry le había abandonado, su temperamento había sufrido alguna que otra alteración. Pero se había asustado mucho ese día, ese en el que había perdido completamente la razón. Y desde entonces trataba de dominarse, de mantener sus impulsos bajo control. Y en cuanto Harry se diera cuenta de sus esfuerzos, de que todo lo que hacía y había hecho, incluso lo que no debería haber hecho, era consecuencia del amor que le profesaba, volvería con él. A su modo de ver, no podía ser de otra manera.
Cuando el entrenamiento por fin terminó y descendieron de sus escobas, de inmediato notó que Harry cojeaba un poco. Oliver sabía que era por culpa de su rodilla, la que él había masajeado tantas veces intentando calmar el dolor. Harry seguía al equipo un poco rezagado y Oliver caminó desganadamente hacia la salida del campo hasta que el entrenador estuvo prácticamente a su altura. Entonces, se detuvo.
—Puedo ayudarte con esa rodilla.
Harry no interrumpió su marcha y sólo dijo al pasar:
—No es necesario.
—No me cuesta nada, Harry —insistió Oliver.
Y el ademán de tocarle quedó suspendido en el aire bajo la helada mirada verde, tensa y amenazadora. Oliver desapareció por la puerta de entrada del estadio, sin decir una palabra más, arrastrando tras él su escoba con aire derrotado.
—¿Qué ha sido eso?
La brillante mirada marrón de Ginny Weasley estaba posada en el entrenador.
—¿El qué? —preguntó a su vez él, empezando a andar de nuevo. No se había dado cuenta de que la buscadora titular de la selección estuviera tan cerca de ellos.
—Parecías a punto de maldecirle.
—Eso no es cierto… —Harry aflojó la presión de su mano sobre la varita que, a pesar de todo, no había salido de su bolsillo.
—Estás tenso… —insistió la pelirroja.
—No es verdad —negó de nuevo Harry—. Anda, ve a ducharte. No quiero tener que sustituirte por culpa de un resfriado.
Ginny arrugó un poco la nariz y le miró unos segundos más con detenimiento. Después sonrió y le dio un beso en la mejilla.
—Lo que tú digas, entrenador.
Y desapareció por el túnel que conectaba el campo con los vestuarios, al igual que Wood, arrastrando la escoba tras ella. Harry suspiró y se apoyó en la pared, al principio del túnel. Cerró los ojos y dio un par de profundas inspiraciones, tratando de relajarse. ¿Cuántos años de carrera deportiva podían quedarle a Oliver? ¿Cuántos esperaba seguir él como entrenador de la selección? Se inclinó un poco y masajeó su rodilla. Tal vez debería renunciar y buscar trabajo como entrenador de un equipo que se encontrara en algún lugar recóndito y perdido.