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Kingsley Shacklebolt, nombrado Ministro de Magia poco después que la guerra terminara, releyó una vez más el pergamino que tenía en sus manos. Frunció el ceño, apretó los labios y toqueteó distraídamente el aro de su oreja. Sabía que era una decisión que nadie podía ayudarle a tomar. Y que no sería muy popular en algunos sectores. Pero sólo él, como Ministro, tenía la facultad de legitimar lo que el texto del pergamino concedía. Le echó un vistazo al reloj de péndulo de su despacho. Las once y media. Regresó su atención nuevamente al pergamino y lo releyó una vez más. Si bien era cierto que se había encontrado con la oposición que ya esperaba, nadie había podido contradecir lo obvio. Ni una sola queja sobre su conducta en todo ese tiempo. Había colaborado en todo lo que le habían pedido. Y, sólo a regañadientes, los más indulgentes estaban dispuestos a aceptar que, tal vez, la condena había sido un “pelín” desmesurada. Tampoco Kingsley podía evitar seguir sintiéndose un poco culpable.

 

Tres años atrás, nadie creyó de buenas a primeras que Draco Malfoy y Harry Potter se hubieran involucrado sentimentalmente en algún momento de su sexto año. Ciertamente, sus amigos habían reconocido que Harry había estado especialmente obsesionado con Malfoy ese curso. Y que había estado actuando de manera extraña la mayor parte del tiempo. Aunque lo habían achacado a diversas circunstancias, como su desolación por la muerte de Sirius Black a finales del curso anterior, el descubrimiento de la profecía que le involucraba a él y a Voldemort y al estrés de aquellas secretas reuniones con Dumbledore, buscando información sobre el paradero de los horrocruxes.

 

Los Malfoy habían sido detenidos poco después de la batalla final, en Hogwarts. No habían hecho nada por escapar. Se habían quedado en el Gran Comedor, no muy seguros de si debían estar allí, sin que nadie les hiciera caso al principio. Hasta que un par de aurores se habían dado cuenta de su presencia y se habían acercado a ellos para pedirles que les acompañaran para responder algunas preguntas.

 

No había podido probarse nada contra Narcisa Malfoy. Nunca había sido mortífaga y, según su declaración, había ayudado a Potter a fingir sobre su muerte ante el Señor Oscuro. Rubeus Hagrid, el guardián de las llaves y terrenos de Hogwart, prisionero de Voldemort en ese momento, había corroborado con su versión de los hechos que podía haber sido así. O Potter había fingido tan magistralmente estar muerto que la había engañado cuando le ordenaron comprobar su deceso o realmente la señora Malfoy había mentido a Voldemort con la voluntad de que el héroe llegara a cumplir su cometido. Sin embargo, la verdadera motivación de Narcisa había sido que, mentir sobre la muerte de Potter, era la única manera que tenía de entrar en Hogwarts para buscar a su hijo, formando parte de un ejercito ganador. Hacía mucho tiempo que había dejado de importarle si Voldemort ganaba o no.  Fuera lo que fuera, Narcisa quedó libre.

 

Por el contrario, su esposo sí tenía mucho por lo que pagar. El inesperado giro de lealtad de Lucius Malfoy, que tenía más de espíritu de supervivencia que de otra cosa, únicamente le había servido para librarle del máximo castigo, el beso del dementor. Y Azkaban pasó a convertirse en su hogar por una larga, muy larga temporada.

 

En cuanto al hijo del matrimonio, se le había acusado de que, siguiendo órdenes de Voldemort, había hecho lo posible para matar a Albus Dumbledore y que, en el proceso, casi habían muerto dos estudiantes, Katie Bell  y Ronald Weasley. Había dejado entrar mortífagos en Hogwarts, con el consiguiente peligro para los alumnos. Hubo heridos de diversa consideración; aunque el único que murió esa noche, desgraciadamente, fue el Director de Hogwarts. Estaba marcado y como se pudo comprobar en su varita —los amigos de Potter la habían facilitado al Ministerio sin perder tiempo—, había utilizado varias maldiciones imperdonables. Se había considerado como atenuantes que finalmente no había sido él quien había asesinado al Director de Hogwarts. Y que había actuado bajo amenaza de muerte sobre él y su familia. También declaró haber ejecutado las imperdonables bajo coacción. No haber identificado a Harry Potter cuando pudo hacerlo, en el momento en que éste fue hecho prisionero y llevado a la mansión Malfoy durante la guerra, también había sido un buen punto a su favor. Pese a todo, fue condenado a siete años en Azkaban. Shacklebolt era consciente de que en esa sentencia finalmente había pesado más el apellido que otra cosa.

 

Había sido Narcisa Malfoy quien había sacado a la luz la relación de su hijo con Harry Potter, con la esperanza de que, vinculándole con éste, podría librarle de la cárcel. Nadie la creyó. Más bien fue objeto de escarnio. Y tal tipo de declaración poco favor le hizo a Draco. Los más condescendientes comprendieron que la señora Malfoy se agarrara a un clavo ardiendo, confesando o tratando de tergiversar las inclinaciones de su hijo con el único fin de resolver la difícil situación en la que se encontraba. Pero nunca había habido ningún indicio, ni en sus palabras ni en su comportamiento, que pudiera llevar a pensar que Potter también pudiera tener ese tipo de inclinaciones. Lástima que el héroe no hubiera estado en disposición de desmentirlo o confirmarlo en ese momento, víctima de la crisis nerviosa que le había llevado a San Mungo.

 

Tal como explicaron los medimagos del hospital mágico a los allegados de Harry, éstas solían desencadenarse debido a “experiencias traumáticas, violentas o cercanas a la muerte”. El tiempo de evolución de los síntomas que daban lugar al estrés postraumático que Harry sufrió, solía ser de un mes. Pero teniendo en cuenta que experiencias traumáticas, violentas y cercanas a la muerte se habían dado en Harry prácticamente durante toda su vida, su cuerpo y su mente habían dicho basta, y el héroe había caído fulminado, justo cuando Luna le sugería que utilizara su capa de invisibilidad para desaparecer un rato y descansar. Le habían tratado con pociones antidepresivas, ansiolíticas y estabilizadoras del ánimo durante casi dos meses. Tiempo durante el cual la mayoría de detenidos habían sido juzgados y encarcelados.

 

Extrañamente, una de las primeras frases coherentes que había dicho Harry una semana después de ingresar en San Mungo había sido: ¿sabéis qué ha pasado con Malfoy? Sólo había obtenido encogimientos de hombros y caras de póquer. Y como de todas formas la pregunta había sido formulada de forma tibia, como de pasada, nadie le había hecho mucho caso. No fue hasta la semana siguiente que Harry volvió a mencionarlo. Necesito hablar con Malfoy. ¿Para qué?, le habían preguntado. Harry había dudado unos instantes antes de responder. Sólo… necesito hablar con él. Ron le había dado unos amistosos golpecitos en la espalda. Vale amigo, tranquilo. Veremos qué se puede hacer. Pero no habían hecho nada. A partir de ese momento, Harry había preguntado por Malfoy siempre que alguien le visitaba, obteniendo sólo evasivas. Y aunque el héroe pudiera estar estresado, ansiolítico o depresivo, era perfectamente capaz de darse cuenta de cuando le estaban dando largas. Así que, harto de no obtener una respuesta razonable, una tarde había cogido a su  mejor amigo por el cuello de la camisa y lo había levantado —proeza nada despreciable teniendo en cuenta la altura y envergadura de Ron con respecto a la suya—, estampándolo contra la pared de la pequeña salita de visitas. QUIERO HABLAR CON MALFOY, RON. ¡TRAELO!

 

El medimago que le trataba había dicho que si para su paciente era tan importante hablar con esa persona, debía hacerlo, como parte de su proceso de recuperación. ¿Había algún problema en traerle? Una nimiedad, habían respondido sus amigos, acababa de ser juzgado y estaba a punto de ingresar en Azkaban. Pero si consideraba que era imprescindible para la salud mental de Harry hablar con el maldito Malfoy, moverían los hilos necesarios para que el Ministerio lo permitiera. Después de todo, ¿quién podía negarle nada al héroe?

 

Kingsley Shacklebolt recordaba perfectamente ese día. Había querido asistir personalmente a aquel encuentro porque conocía a Harry desde que tenía quince años, cuando había ido a buscarle a casa de sus desagradables parientes con Lupin, Moody y los demás. Le apreciaba y estaba verdaderamente preocupado por él. Nadie merecía pasar por todo lo que había pasado ese chico. Así que, en ese momento, todavía como Ministro provisional hasta que el Wizengamot ratificara su cargo, había firmado los permisos necesarios para que Draco Malfoy fuera llevado a San Mungo como había solicitado el medimago. Como medida de seguridad, había observado junto a éste el encuentro, protegidos ambos tras el cristal que, desde la sala de visitas dónde se encontraba el paciente, era tan sólo un espejo.

 

Harry se había transfigurado en cuanto Malfoy había entrado en la habitación. Sus ojos se habían encendido, otra vez vivos y brillantes; su rostro, algo paliducho, se había coloreado de repente con un rosáceo tenue pero revelador. Se había levantado del sillón donde se encontraba sentado de un salto, como si acabaran de clavarle una aguja en el trasero, y prácticamente se había lanzado sobre el otro mago. Ambos jóvenes se habían fundido en un abrazo que poco tenía que ver con el que pudieran darse dos simples amigos. Más teniendo en cuenta que eran enemigos. Y de pronto, con el rostro enterrado en el pecho de Malfoy, Harry había estallado en sollozos. A Kingsley se le había encogido el estómago. Malfoy, un poco más alto, había apoyado su mejilla sobre la cabeza de Harry, con los ojos cerrados, hundiendo su nariz entre los rebeldes mechones, con la expresión de estar saboreando la fragancia más embriagadora del mundo. No había dicho una palabra, pero sus manos se habían movido lentas y tranquilizadoras a lo largo de la espalda del otro mago, como si conociera perfectamente la forma de calmarlo.

 

Los dos silenciosos espectadores tras el cristal se habían mirado, atónitos. Si aquella no había sido la salida de armario más flagrante que Kingsley hubiera visto jamás, es que no había visto nada. Tuvo que reconocer que Narcisa Malfoy no iba desencaminada.

 

Al cabo de un rato Harry había levantado la cabeza hacía Malfoy, con los ojos enrojecidos y las gafas un poco ladeadas. Malfoy se las había quitado con cuidado y había secado con sus pulgares los ojos de Harry, mientras este le sonreía. Había sido una sonrisa relajada, que decía que por fin todo está todo bien, que había inquietado mucho a Kingsley. Porque nada estaba bien.

 

No pude  hablar contigo después de… —Malfoy había puesto un dedo en sus labios.

 

Harry había iniciado la conversación, susurrando sus palabras, de forma que era bastante difícil distinguirlas. El medimago había agitado su varita y la siguiente frase les había llegado alta y clara.

 

No sabías cómo seguir llamando la atención ¿verdad? —Malfoy había vuelto a colocarle las gafas, con un gesto tan cálido que desmentía el reproche en su voz.

 

Estaba preocupado. No sabía qué había pasado contigo…

 

Estoy bien, ¿no me ves?

 

Malfoy había dado una vuelta sobre sí mismo, de forma afectada.

 

Idiota —había gruñido Harry.

 

Pero le había tomado de la mano para que se sentara junto a él. Habían permanecido en silencio durante unos instantes, como si cada uno tratara de encontrar las siguientes palabras a pronunciar.

 

¿Por qué no me lo dijiste? —había cuestionado por fin Harry.

 

¿Para qué? Con mejor o peor suerte los dos hemos hecho lo que debíamos.

 

Harry había fruncido el ceño, no muy conforme con la respuesta.

 

Podía haberte ayudado si me hubieras explicado claramente en lo que andabas metido…—había insistido.

 

No podías —la respuesta de Malfoy había sido un poco ruda y tajante.

 

Pero después había añadido en un tono mucho más suave.

 

Tú tenías tus secretos y yo los míos.

 

Ya fuera por el tono calmado empleado por el mago rubio en la última frase o porque Harry no había tenido más remedio que reconocer la razón en sus palabras, el moreno se había limitado a apretar los labios y a tragarse lo que fuera que continuación iba a decir.

 

Me he pasado esta maldita guerra preguntándome primero dónde estabas y después rezando para que no volviera a obligarte  a hacer algo… irremediable —había dicho, sin embargo, después de un corto silencio.

 

¿Quiere decir algo así como que el tío más buscado aparezca de repente en mi casa, con la cara hinchada como un globo y yo tenga que pretender que no le conozco? —había preguntado Malfoy, indudablemente irónico.

 

Si no fueras tan orgulloso… —había renegado Harry, apartando el largo flequillo de sus ojos

 

Y si tú no te creyeras el adalid de todas las causas…

 

Harry le había mirado, un poco desconcertado.

 

El puto héroe —le había aclarado Malfoy con una pequeña mueca.

 

No pareció molestarte cuando volví por ti después del infierno que desató el imbécil de Crabbe.

 

Entonces, la expresión de Malfoy había sido una mezcla de dolor y coraje. Sus ojos se habían velado durante unos segundos y Kingsley se había preguntado si después de haber aguantado con más firmeza de la que podía esperarse de un adolescente la detención, el proceso y la sentencia, iba a desmoronarse en el peor momento.

 

Crabbe era mi amigo —había musitado Malfoy con voz constreñida.

 

Lo siento, no quería… —se había disculpado rápidamente Harry.

 

Se había llevado a los labios la mano que Malfoy tenía entrelazada con la suya y la había besado, sosteniéndola después unos instantes contra su mejilla.

 

No, está bien. Después de todo fue un verdadero capullo. Y yo estaba acojonado —había confesado Malfoy, recostándose contra el respaldo del sofá, como si de pronto un montón de años hubieran caído sobre él, aplastándole, endureciendo sus juveniles facciones todavía más.

 

Yo también. No te haces idea de cuánto.

 

Me la  hago, créeme.

 

Harry se había recostado también contra el respaldo, imitando el gesto de su compañero. Kingsley recordaba que en ningún momento habían soltado sus manos.

 

Sabes que tienes que recuperarte y salir de aquí cuanto antes, ¿verdad? —había dicho Malfoy a continuación, antes de que el otro mago pudiera volver a la carga con más reproches.

 

El moreno había dejado escapar un suspiro, y había dirigido su mirada hacia el techo. Después había asentido.

 

¿Haremos ese viaje del que hablamos? —había preguntado, dejando que de nuevo una sonrisa asomara a su rostro.

 

Malfoy se había quedado callado durante unos segundos, contemplando fijamente al espejo que tenía enfrente, como si supiera que estaban siendo observados. Pero, al igual que Harry, lo ignoraba. Después había vuelto el rostro hacia el moreno, muy serio. De hecho, Malfoy no había sonreído ni una sola vez desde que había entrado en la salita.

 

Kingsley se preguntaba si Harry se habría dado cuenta de ello en algún momento, o había estado demasiado ocupado comiéndoselo con los ojos.

 

Olvida y sal de aquí, Harry. Haz lo que te apetezca. Pasea, siéntate en la terraza de Florean Fortescue y cómete todos los helados de crema  y caramelo que seas capaz; cómprate la última escoba del mercado y vuela hasta que te duela el culo o te quedes sin aliento; búscate un equipo para jugar al quidditch o hazte auror si lo prefieres; o simplemente quédate en casa sin hacer nada, disfrutando de estar vivo…

 

Roma —le había interrumpido finalmente Harry—. Sólo quiero conocer Roma. Y ver cómo comes pizza con los dedos…

 

Malfoy había negado con la cabeza y Kingsley le había visto esbozar una especie de sonrisa por primera vez. Era evidente que habían hablado de aquella ciudad en otras ocasiones. Como lo era que Harry Potter y Draco Malfoy compartían algo más que años de escuela en Hogwarts, peleas memorables o una rivalidad que hasta ese preciso momento nadie hubiera puesto en duda. Cuándo había sucedido, un verdadero misterio. Porque en ese encuentro ninguno de los dos dio pistas sobre ello.

 

Roma tendrá que esperar —había dicho Malfoy, hablando despacio, dándose tiempo a buscar las palabras que debía decir, para ocultar las que no podía pronunciar. Harry había hecho ademán de protestar—. No, espera, déjame hablar primero.

 

Harry había vuelto a cerrar la boca, mostrándose impaciente. Ha llegado el momento de la verdad, había pensado Kingsley. Estaba por ver si Malfoy seguiría las directrices señaladas por el medimago y por él mismo. O les iba a echar encima a un Harry Potter desquiciado y furioso, como se echa los perros tras un fugitivo.

 

Las cosas no están muy bien para mí ahora —Kingsley había contenido el aliento—. Tengo que darle tiempo a la gente para que olvide, ¿sabes? Tú  sabes mejor que nadie que tuve que hacer algunas cosas que, aunque no fuera por mi propia voluntad,  no me han hecho muy popular.

 

Harry había intentado meter baza de nuevo, pero Malfoy no le había dejado.

 

No me interrumpas, por favor —Malfoy había apartado su flequillo con un gesto nervioso, como si estuviera a punto de perder la entereza que pretendía aparentar—. He pensado que lo mejor para mí ahora es marcharme una temporada.

 

Harry había dado un pequeño brinco en su asiento, despegándose del respaldo del sofá como si una mano invisible le hubiera empujado.

 

El Ministerio no tendrá nada que ver en esto, ¿verdad? —había preguntado de inmediato, suspicaz.

 

—Bueno, en realidad sí, porque… —angustiado, Malfoy había parecido tener que concentrarse mucho para recordar lo que tenía que decir—… voy a trabajar para ellos, ¿sabes? Investigando maldiciones, como una especie de redención. Así que estaré viajando continuamente durante bastante tiempo.

 

Harry se había quedado en silencio durante un buen rato, sin poder ocultar su decepción. Evidentemente, no era lo que había esperado. Su rostro había reflejado una especia de angustia y abatimiento; como si el hecho de no poder contar con Malfoy extinguiera la última y secreta esperanza a la que se había aferrado. Y Malfoy no había sabido qué más decir, demasiado cansado. Se había limitado a juguetear con los dedos de Harry, sin mirarle. Como si temiera que, de hacerlo, el otro mago pudiera atraparle en su mentira.

 

¿Es lo que realmente necesitas, Draco? —había preguntado Harry débilmente.

 

Creo que es lo mejor por ahora, ¿comprendes?

 

Harry apenas había movido la cabeza, dándole una especie de conformidad. Y Kingsley había tenido la sensación de que tenían que sacar a Malfoy de ahí enseguida. Antes de que él y toda su coartada se vinieran abajo. El medimago había sido del mismo parecer porque, sin mediar palabra con él, había salido de la pequeña habitación donde estaban y había entrado en la sala de visitas, justo al lado, apartando sin contemplaciones a los dos silenciosos aurores que guardaban la puerta.

 

Mi paciente debe descansar —había dicho amablemente.

 

Malfoy casi había parecido aliviado. Se había puesto en pie, arrastrando a Harry con él, renuente a dejarle marchar.

 

Bueno… —había musitado el mago rubio, como si tratara de buscar palabras no demasiado bruscas para decir adiós.

 

Harry había tirado de la mano que todavía seguía unida a la suya y sólo la había soltado para abrazar al otro joven.

 

¿Cuándo te vas? —había preguntado.

 

Probablemente, mañana.

 

Kingsley no estaba muy seguro de que la voz de Malfoy hubiera salido tan ahogada sólo por tener el rostro apretado contra el cuello de Harry.

 

Prométeme una cosa —Malfoy había hecho un ligero movimiento de cabeza, probablemente temeroso de lo que fuera a pedirle—. Que, al menos, volverás para mi cumpleaños.

Y así había sido. Primero porque aquel 31 de julio estaba muy cercano todavía a la salida de Harry de San Mungo, apenas un par de semanas. Y el siguiente, porque el moreno se había pasado un año inquieto y nervioso, interrogando a Kingsley y a cuanto funcionario del Ministerio lograba pillar, sobre el paradero de Malfoy. Nadie dudaba que con la intención de presentarse en ese lugar en cuanto lo averiguara. Ello provocó que el hechizo que habitualmente se mantenía sobre un paciente de sus características, como mucho durante seis meses, hubiera sido prolongado por tiempo que ni el mismo medimago se atrevía a definir. Porque, a ver quién era el valiente que le contaba a Harry que Malfoy iba a estar en Azkaban siete años, y cargaba en su conciencia la culpabilidad de una nueva crisis…

 

Pero tres años después de aquella promesa, pocos días antes de su vigésimo primer cumpleaños, Harry Potter se había presentado en el despacho del Ministro de Magia, con una gran sonrisa en los labios, prácticamente desmentida por el brillo amenazador de sus ojos, agotada ya su paciencia. Diciendo que consideraba que su compañero ya estaba suficientemente redimido y advirtiéndole que, si no le hacía regresar de una vez a Inglaterra, El Profeta no tendría suficientes páginas para describir el alboroto que pensaba organizar.

No es que Kingsley le creyera. Ni que pensara que le hubiera amenazando. ¡Por supuesto que no! Decidió, además, no tenérselo en cuenta. Era sólo que, en ocasiones, ni las pociones podían evitar que el temperamento de Harry escapara a su propio control.

o.o.o.O.o.o.o

 

 

 

 

LA DOMUS DE LIVIA
©Mayo 2015 by Livia

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