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         —Ni idea —responde el Jefe de Aurores con sinceridad—. Tal vez conjuros, maldiciones, vete a saber…

 

         —Algunas tienen nombre… —señala Williamson— ¿Por qué algunas sí y otras no?

 

         —Investigaremos esos nombres —dice Harry—. Anótalos, por favor. Tal vez si descubrimos quienes son esas personas, nos den una idea de lo que había en estas esferas y para qué servían.

 

         —Ya habéis oído, chicos, anotad todos los nombres que encontréis —vocea Williamson. Y él mismo se pone a la tarea.

 

         En un rincón de la habitación, en una gran caja de madera, hay un montón de esferas que parecen haber sido desechadas.  Algunas están rotas. A pesar de todo, uno de los aurores empieza a levitarlas de la caja para revisar si alguna lleva nombre y las va colocando en el suelo con cuidado. Un compañero se une a él para ayudarle. De las veinte o treinta que han revisado solamente seis llevan una plaquita con nombre. Vuelven a levitar las restantes esferas dentro de la caja sin demasiado cuidado y dejan las otras en el suelo para apuntar los nombres de la plaquita.

 

         —Cántame los nombres y yo apunto —dice uno de ellos a su compañero.    

 

         —De acuerdo. Vamos a ver… Matheu Force… Astoria Greengrass… Robert Allen… Michael Bronte…

 

         De repente, el auror se detiene y mira a su compañero con expresión alarmada. Coge la esfera en sus manos y la muestra a su compañero, quien inmediatamente vocea:

 

         —Jefe creo que deberías ver esto…

 

         Harry, quien está revisando un pequeño caldero y los ingredientes que hay esparcidos sobre una mesa adosada a la pared contraria a la que se encuentran las estanterías, se acerca al auror que sostiene la esfera.

 

         — ¿Qué sucede? —pregunta.

         El auror levanta un poco más la esfera para que Harry pueda leer el nombre colocado en la peana que la sostiene: Kingsley Shacklebolt. El Jefe de Aurores tiene que leer dos veces el nombre para asegurarse que está leyendo bien.

 

         — ¿Habéis encontrado alguna con el nombre de mi hijo? —logra preguntar cuando se recupera de la impresión.

 

         —No, creo que no —responde el auror que todavía sostiene la esfera.

 

    Una rápida verificación de todas las esferas por parte de sus hombres, también impresionados por el descubrimiento que acaban de hacer, ratifica que no hay ninguna con el nombre de Kiano. Sin embargo, nada asegura que no sea cualquiera de las que no tenía nombre, ya porque no lo había tenido nunca o simplemente porque la plaquita se despegó de la peana y se perdió en algún momento.

 

         —Quiero saber quién era ese hombre, Ted —dice Harry con voz entrecortada a Williamson—. Y, todavía más importante, para quién eran un problema mi marido y mi hijo.

 

            El auror, consciente del golpe que acaba de recibir su jefe, se apresura a asegurar:

 

         —No te preocupes, Harry, llegaremos al fondo de todo esto.

 

 

 

       Harry llega tarde a casa esta noche, cansado y drenado por un montón de sentimientos, dudas y conjeturas. Encuentra a Draco en el salón, sentado en el sofá frente a la chimenea, leyendo atentamente un pergamino. Hay una carpeta abierta encima de la mesa frente a él, sobre la que se desparraman unos cuantos pergaminos más. Que se traiga trabajo a casa no es algo que a Harry le guste, pero hoy no van a discutir por eso.

 

         Draco nota su presencia cuando se deja caer en uno de los sillones que rodean el sofá.

 

         — ¿Un mal día? —pregunta.

 

         Harry asiente mientras se quita las gafas y se restriega los ojos con cansancio.

 

         —Muy malo —responde por fin.

 

         —Wangera ha dejado la cena preparada. ¿Qué tal si me lo cuentas mientras cenamos?

 

         —No tengo hambre.

 

         El tono ha sido un poco seco. Draco deja el pergamino que estaba leyendo sobre los demás y examina con detenimiento el rostro de su compañero. No le gusta lo que ve en sus ojos.

 

         — ¿Qué ha pasado? —pregunta.

 

         Harry no contesta inmediatamente, como si necesitara poner en orden lo que va a decir. Y, cuando habla, su tono es más cercano al del Jefe de Aurores que al de Harry, el hombre al que ama.

 

         —Hoy hemos estado en el Callejón Knockturn —empieza a explicar Harry—. En una tienda que se llama La Serpiente Espinosa.

 

         El corazón de Draco se salta un latido, aunque por su expresión serena y neutra nadie lo diría.

 

         —Hemos encontrado a un hombre muerto en el piso de arriba —sigue diciendo Harry—. Ákos Eszes.

 

         El auror desliza uno de esos silencios en los que es experto mientras clava sus ojos verdes en el hombre sentado frente a él. Draco tampoco dice nada y espera. Con el alma en vilo, pero espera. Finalmente, Harry retoma la palabra.

 

         —La sorpresa ha sido la habitación secreta que ese tipo tenía detrás de la pared del salón donde por lo visto recibía a sus clientes. Según el dueño de la tienda se dedicaba a solucionar problemas.

 

         Lo sabe, Harry lo sabe, piensa Draco con desesperación a pesar de que su pose permanece inalterable.

 

         —Estaba llena de esferas de cristal vacías. De momento, no sabemos qué contenían. Pero había una con el nombre de Astoria.

 

          Otro silencio, esta vez más largo, como si Harry esperara que Draco interviniera, que dijera algo, lo que fuera. Pero Draco no lo hace. El auror toma la palabra de nuevo.

 

       —Cuando me hablaste de la maldición de tu mujer, recuerdo que me dijiste que habíais intentado cosas, dándome a entender que no eran cosas legales. Y que finalmente habíais encontrado a un tipo que había hecho un conjuro para alargarle la vida a Astoria, ya que la maldición no se podía detener. Ese tipo era Ákos Eszes, ¿verdad?

 

          Draco asiente, sintiendo como la figurada espada que tiene encima de su cabeza va bajando, poco a poco.

 

       —Entonces, antes de que mis hombres o yo mismo encontremos algo que no debiéramos—la voz de Harry tiembla en este punto, como si fuera a romperse—, tal vez puedas decirme porque había otra esfera con el nombre de Kings.

 

          El rostro de Draco palidece hasta un punto imposible. Su voz incluso tiembla un poco cuando exclama:

 

         — ¡Por todos los dioses! ¿Crees que yo…?

 

         Draco se levanta del sofá y se arrodilla delante de Harry, tomando sus manos entre las suyas. El auror tiene los ojos cristalinos, a punto de saltársele las lágrimas.

 

         —Te juro amor mío, por lo más sagrado, por mi vida, ¡por la vida de mi hijo!, que no tuve nada que ver en las muertes de Kings y Kiano. ¡Por la vida de mi hijo te lo juro, Harry!

 

         Pero la mirada que Harry le devuelve está todavía llena de dudas y Draco comprende que, llegados a este punto, solamente puede contarle la verdad. Se pone en pie y toma su varita, que ha dejado encima de la mesa junto a la carpeta y los pergaminos. La carta de Astoria aparece en su mano, cuidadosamente enrollada y atada con una cinta verde. Se la tiende a Harry. Éste la toma, sin comprender todavía lo que Draco le está entregando. Desata la cinta y desenrolla el pergamino. Inmediatamente reconoce la letra estilizada y pulcra de Astoria. Porque ya la ha visto antes, en otra carta.

 

         Cuando termina de leer está lívido, como si la sangre hubiera abandonado su cuerpo de repente. Draco le mira con preocupación y está a punto de arrodillarse otra vez a su lado cuando, un poco tambaleante, Harry se levanta.

 

        — ¿Cómo has podido ocultármelo? —la voz se le quiebra y parece que le falta el aire— ¡Lo has sabido durante todo este tiempo y has callado!

 

         — ¿De qué hubiera servido decírtelo? —responde Draco, apenado—. Astoria ya había muerto. ¿De qué hubiera servido, Harry?

 

         Los labios de Harry tiemblan.

 

         —Kiano… mató a mi hijo…

 

         —No creo que fuera esa su intención. Creo que Eszes no tuvo en cuenta que Kiano llevaba la misma sangre que Kings. O no lo sabía. O tal vez Astoria se olvidó de decírselo —Draco hace un gesto de desesperación—… Ya nunca lo sabremos. Y, de todas formas, ya pagó con la suya lo que hizo.

 

     La mirada de entendimiento de Harry hace comprender a Draco que acaba de escapársele algo cuyas consecuencias no puede prever.  

 

         —No te he dicho como murió…  

     

         —No preguntes, por favor —ruega Draco.

 

         Sorpresivamente, Harry le toma por ambos brazos. Sus manos se cierran con tanta dureza sobre su carne que le hacen daño. Le sacude con fuerza mientras pregunta con mal contenida ansiedad:

 

         — ¿Cubriste bien tu rastro, Draco? ¿Dejaste algún cabo suelto que pueda llevarnos hasta ti? ¡Porque todo el puto Departamento de Aurores está trabajando para encontrar al responsable de la muerte de ese hombre!    

   

         Conmocionado, Draco logra soltarse de las garras del auror y se soba los doloridos brazos.

 

       —Quien lo hizo no vive aquí —aunque lo de vivir sea solamente una forma de hablar—. Su residencia está en Rumania, así que no la encontraran.

 

         Harry parece a punto de tener un ataque de nervios. Se pasea por el salón como un león enjaulado, tratando de poner en orden sus ideas.

 

         — ¿Qué piensas hacer? —pregunta Draco, tratando de sonar calmado— ¿Vas a detenerme? ¿A denunciar la actuación de Astoria…?

 

         La voz de Draco saca a Harry de sus tribulaciones. Su compañero le devuelve una mirada serena, como si estuviera dispuesto a aceptar cualquier cosa que él decida. El auror maldice nuevamente, aunque lo único audible es un gruñido. Hace un gran esfuerzo para recuperar el dominio sobre si mismo.

 

         —Como tú bien has dicho, Astoria está muerta. ¿De qué serviría? —responde con aspereza— Y no, no puedo estar de acuerdo con lo que has hecho. Me hubiera gustado poder detener a ese hombre, juzgarlo y enterrarlo en Azkaban para siempre —Y vuelve a enervarse— ¡Me hubiera gustado enterarme de esto hace dos años, Draco, no ahora! ¡Cuando Kings todavía estaba vivo! ¡Entonces, tal vez hubiéramos podido hacer algo!

 

         Draco niega con la cabeza.

 

         —Sabes que no —musita—. Los maleficios de sangre son irreversibles.

 

         —Y lo que pasa en la familia se queda en la familia, ¿verdad? —recuerda Harry en tono amargo—. La ley que todo Malfoy debe obedecer.   

   

         Parece que a Harry le hayan caído diez años encima de repente, piensa Draco acongojado. Observa con desazón su expresión crispada, el cuerpo tenso, el dolor que brota de sus ojos al borde de las lágrimas. Draco no sabe cuánto tiempo más será capaz de soportar esta tensión antes de desmoronarse él también.

 

          Cuando Harry se acerca de nuevo a él, Draco se prepara para cualquier cosa. Sin embargo, el auror solo le mira con expresión derrotada y dice:  

   

         —Pero no puedo dejar a Scorpius sin su padre. No puedo…

 

         Draco asiente, pero también hay mucha derrota en ese asentimiento. Harry no le ha perdonado, simplemente es incapaz de imaginar a su hijo solo, sufriendo porque su progenitor ha sido condenado a Azkaban. El auror vuelve al sillón con andar cansado y se derrumba en él. Draco empieza a recoger los pergaminos esparcidos sobre la mesa y los guarda en la carpeta. También se le han pasado las ganas de cenar.

 

         —Creo que voy a acostarme, ¿vienes?

 

         Harry niega con la cabeza. Parece que, por un momento, Draco no sabe qué hacer, si quedarse en el salón con Harry o subir a acostarse, tal como ha dicho. Finalmente, opta por subir al dormitorio, entendiendo que Harry quiere estar solo y que debe darle tiempo. Va a ser una noche muy larga para los dos.

 

 

 

        La mañana sorprende a Harry todavía en el sillón, con un tremendo dolor de cabeza por la falta de sueño y el cuerpo adolorido de estar tantas horas sentado. Se levanta con la misma sensación que si tuviera una enorme resaca. Decide que lo mejor es meterse en la ducha y después comer algo antes de ir al trabajo.

 

         Draco ya se ha levantado, porque la habitación está vacía y la cama hecha. Por lo visto él sí ha podido dormir y ese pensamiento le enfurece un poco. Cuando se mete en la ducha intenta dejar la mente en blanco, relajarse y que su cuerpo disfrute del chorro de agua caliente destensando sus músculos.

 

         Unos minutos más tarde entra en la luminosa cocina y encuentra a Draco tomando una taza de té. Wangera no ha llegado todavía, así que lo único comestible que debe haber en este momento es el té recién hecho; también casi lo único que Draco sabe preparar. A pesar de no haber cenado la noche anterior, Harry se da cuenta de que sigue teniendo el estómago completamente cerrado, así que, en realidad no le importa.

 

         —Buenos días —saluda mientras se dirige directamente a la tetera eléctrica que le costó una pequeña discusión con Draco, más partidario de los hervidores tradicionales.

 

         —Buenos días.

 

         Harry se siente un poco culpable de alegrarse de las profundas ojeras de Draco, que hablan de una noche en blanco, como la suya. Después de todo, no ha sido el único que no ha podido dormir.

 

         — ¿Qué vas a hacer hoy? —pregunta Draco ante el silencio de su compañero, quien, tras el escueto saludo, deambula por la cocina como si él no existiera.

 

         —Intentar que la temeridad que hiciste no te salpique —responde el auror sentándose finalmente frente a Draco con una taza de té entre las manos.

 

         —No lo hará. Ya te dije que…

 

         —Sé lo que me dijiste —le interrumpe Harry secamente—. Pero no esperabas que encontráramos a Eszes, ¿verdad? Sabías que el dueño de la tienda intentaría entrar en el piso cuando el alquiler dejara de llegar; como también sabías que los hechizos vampíricos son difíciles de reconocer y más difíciles de retirar. Y que el tipo no hablaría porque tiene demasiado que esconder como para llamar a los aurores.

 

         —Vaya, Potter, ahora sé por qué te nombraron Jefe de Aurores —dice Draco con amarga ironía—. No se te escapa nada.

 

         —Ahí te equivocas porque, por lo visto, se me escaparon muchas cosas… Malfoy.

 

       La tensión entre ellos es tan palpable que podría cortarse con un cuchillo. Siguen bebiendo té en silencio, sin mirarse, sin saber qué más decirse que no hiera. Hasta que, de pronto, Harry recuerda el pergamino que se ha metido en el bolsillo esta mañana antes de bajar a la cocina. Lo desliza sobre la mesa con la mano hasta dejarlo frente a Draco, quien le dirige una mirada interrogante.

 

         —No fuiste el único al que tu mujer escribió. La he buscado esta mañana.

 

         Con la sensación de que no va a leer nada bueno, Draco despliega la carta que Astoria dirigió a Harry y empieza a leer. Cuando termina, sus labios están apretados en una fina línea.

 

         —Parece que todos guardábamos secretos…

 

         Desliza la carta de vuelta hacia Harry. Éste la coge y la guarda de nuevo en su bolsillo.

 

         —No pierdas la tuya, por si acaso —recomienda el auror levantándose para dejar la taza en el fregadero.

 

         Cuando minutos más tarde llegan al Ministerio, ambos eligen colas distintas para dirigirse a sus puestos de trabajo.

 

 

        

LA DOMUS DE LIVIA
©Mayo 2015 by Livia

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